jueves, 8 de febrero de 2007

Ancianitas


Te arrastras como puedes hacia la puerta porque, ingenua, crees que no son horas para llamar a una casa. No es ni media mañana y tú, que jamás las pasas allí, abres el portón con la clarividente idea de que es un giro, un paquete, un corte inesperado de luz o alguna emergencia de evacuación. En la mirilla distingues el perfil de una tierna ancianita, lleva una batita de esas de las que se surtió Almodóvar en la última película, de esas que las abuelas se ponen para ir al campo. El pelo recogido en un moño y un bolso. Pero no prestas atención al bolso, porque crees que es una vecina perdida, algún familiar de la del quinto y no te detienes en esos detalles.Abres a pesar de tu aspecto infame y la miras solícita, amable: «Puedo ayudarla en algo». Tu afán cinematográfico incluso te traiciona -¿y si fuera un pariente antiguo a estas alturas?- pero te despejas, te agarras el pijama con la mano libre y esperas su respuesta. «¿Tiene un momentito?». Entonces le miras el bolso demasiado grande para una ancianita, repletito él de revistas perfectamente alineadas. Leches, he caído en la trampa y he caído bien. Había esquivado al de los dulces, al tenaz agente de la inmobiliaria, a la de la loteria ilegal y hasta al pequeñín de al lado que siempre machaca el timbre. No estaba preparada para la nueva legión de misioneros de Jehová que no tienen, como los mormones, un uniforme identificable. Frente a la cándida viejita no te vale el «Mire oiga no me interesa, no tengo tiempo, ni mañana, ni pasado». Te resignas. Te quedas la revista, intentas ser educada, pero has perdido la inocencia. Sabes que no volverás a abrir a ninguna ancianita.

Publicado en La Voz de Cádiz el 3 de octubre de 2006

No hay comentarios: