martes, 7 de julio de 2015

Rosita

La niña que no dormía la noche antes del examen se ha levantado muy temprano. Se ha calzado unas zapatillas de deporte y ha salido a correr 20 minutos. A la vuelta, ha encendido la cafetera antes de meter el pie, sudado, en la ducha de agua tibia. Al salir del baño, ha retirado las gotas de la mampara y colgado ordenadamente las toallas. Se ha vestido con la ropa elegida el día anterior. Un pantalón gris de raya diplomática, una camisa azul que abrocha, ya con prisas, hasta el último botón. La niña que lloraba de rabia cuando perdía la carrera en la clase de gimnasia se ha pintado cuidadosamente la línea del ojo y se ha repasado con máscara negra las pestañas. Después de apagar todas las luces y echar una sola vuelta de llaves, ha tomado el ascensor y salido a la calle, enfilando el paso hacia la estación de metro más cercana. Tres paradas después, ha podido sentarse en el primer asiento libre. Allí, ha aprovechado para repasar el informe con el que se quedó dormida el día anterior. La niña a la que se le retorcían las tripas cuando la apartaban de los juegos de chicos ha cruzado luego la cuadrícula de calles hasta la importante firma de comercio exterior donde trabaja y tomado el ascensor después de dar, amablemente, los buenos días.

Antes de las diez de la mañana, la adolescente que lloró de orgullo junto a sus notas de Secundaria, ya ha contestado a varios emails y solucionado un cúmulo de incidencias. Ha revisado el funcionamiento de los equipos en el exterior y comprobado que el protocolo marcha adecuadamente. Conforme pasan los minutos, la adolescente que llevó a su abuela la hoja de admisión de la universidad de sus sueños, salta de tema en tema con el corazón latiéndole muy rápido. Siempre le ocurre cuando comprueba que el trabajo está bien hecho. Mientras el resto de compañeros sale a comer y se despide compartiendo planes de fin de semana, la adolescente que se perdió las fiestas de facultad por no arriesgar la beca, se ha quedado frente a la pantalla y ha repasado el estado de la base de datos. No tiene hambre, de hecho, no comerá, y nadie, ni siquiera ella, se dará cuenta. Nadie suele observarla demasiado desde que hace más de siete años entrara, de la mano de su expediente inmaculado, en esta importante empresa.

Ya entrada la tarde, la mujer que muchos viernes cierra a solas la oficina, que contesta al correo los domingos y toma sus vacaciones de acuerdo a los ritmos de ventas; pega un respingo cuando el presidente sale del ascensor corporativo y, sorprendido de encontrarla en la oficina, se le acerca. Se sabe insegura para organizar su discurso y, antes de abrir la boca, la mujer que guarda su primera tarjeta de visita en su caja de tesoros, siente que la glotis le aprieta. Quiere preguntarle su visión sobre la memoria corporativa que le entregó la semana anterior, sobre el vuelco que ha dado en su departamento. Ahora que la soledad les permite estar tan cerca, tan cerca de alguien -por edad, por cargo, por naturaleza- tan difícilmente accesible, quiere trasmitirle mil ideas.

La mujer que renunció a aquel chico porque a sus carreras las separaba un océano, quiere preguntarle si cumple sus expectativas, si la encuentra capacitada para aspirar más responsabilidad en la empresa. Con todas esas dudas agolpándosele al otro lado de la frente, la mujer que aún no puede dormir cuando al día siguiente hay reunión ejecutiva o se ha torcido el balance de ventas; se queda callada mirando al presidente. Absorta. Es entonces cuando el hombre, que se ha quitado la corbata y desabrochado el último botón de la camisa, se le acerca para tocarle el hombro con una sonrisa indulgente.

-Rosita, hija mía, ¿qué haces a esta hora en la oficina? ¿Así cómo vamos a encontrarte novio?