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martes, 28 de octubre de 2014

La repipi se rinde al tributo o cómo hacer que baje la pastilla de matrix

freddie -con minúsculas- se quita la peluca
Ir a un concierto tributo es una cosa muy loca. Máxime si tu afición al grupo es relativa, si no has bebido suficientes cervezas previas o, como consecuencia de lo anterior, caes en la cuenta de que no te sabes las letras. Ir a un concierto tributo supone rendir homenaje al sucedáneo y hacer la vista gorda cuando el simulacro no alcanza a dar sentido y razón al espectáculo. Tiene un punto de concierto sí, pero, sobre todo, de coreografía y de teatro posible: de cómo bailaría él, de cuántos selfies te harías si fuera él, de cómo hubiera sido todo si en lugar de nacer en los ochenta hubieras llegado un poco antes, a tiempo de inaugurar el fenómeno fan o pasar por encima de la heroína y el VIH. Grandes bichas del talento en el pasado siglo.

En un concierto tributo la gente espera ver a su ídolo haciendo los mismitos gestos que el DVD edición 25º aniversario. Aspira a alcanzar ese momento mágico en el que creerse que todo es cierto. Un momento de karma, varias cervezas mediante, capaz de superar la malaje de quien lo que es cantar... canta bien, pero la dramaturgia no la domina tanto. Se espera del imitador que repita los pasos precisos y del técnico de luces que sepa perfectamente a qué atenerse: "Esta es la iluminación exacta que usaron en el concierto del ochenta y dos", oyes exclamar con entusiasmo a unos centímetros de distancia con ese oído licántropo de quién no lleva suficientes copas. “Se ha puesto la chaqueta, mira, mira, lleva la chaqueta amarilla”. De repente, estar ahí, en ese despertar de los muertos al que llegas rebotada, se te revela algo patético. El fenómeno fan descolorido, el sudor intergeneracional, la invasión de camisetas frikis y el saber que son treinta euros por tomar un enorme nespresso de música -que sabe a café, pero que no lo es- te dan un poco de pena.

Sacas entonces tu curso de psicología del CCC para reflexionar sobre esos tipos de la guitarra que eligieron vivir de triunfos que no son suyos. -¡Qué desperdicio!, piensas, Siempre me ha dado tanta envidia la gente que sabe tocar la guitarra... -  Para entonces me ha hecho efecto la pastilla de matrix y todo me parece impostado, como ciertas proclamas que me dan vergüenza ajena, como la gente que ve a su madre en una bandera o piensa que un partido de fútbol les va a cambiar el mundo. Sobria, despegada y algo aburrida contemplo con cierto resentimiento a una pareja que se esfuerza por grabar con el móvil el sainete de pop rock que anima a la muchedumbre emocionada. Mi juicio repipi está a punto de alcanzar una toxicidad peligrosa cuando bostezo.

Los aplausos preconizan el final de fiesta y freddie que no es Freddie –llamémosle freddie con minúsculas- muestra su corona de reina ante los alaridos del público que tributa. Entonces es cuando surgen los acordes de mi canción favorita y las tres neuronas débiles que me quedan despiertas me preguntan si no soy yo la equivocada, la que se pierde algo y desperdicia la entrada. Como las  hadas de Disney, las tres neuronas me agarran por la chaqueta y me abofetean a tiempo. Vuelan pajaritos de colores alrededor de mi cabeza. Empiezo a apreciar el timbre de voz -si cierro los ojos es como si fuera de veras-. Ya estoy moviendo el esqueleto cual posesa y reclamando el tercer bis. Soy una friki más cuando pillo las manos de mis amigos y les animo a corear que somos the champions echando a un lado esa mala conciencia que me da todo lo que me suena a la UEFA.

Cuando la luz se enciende me alegro de haber tributado algo –algo que no sea impuestos, Seguridad Social o IVA, quiero decir- y procuro no avasallar ojiplática a los que compran la camiseta con esa mirada mía, sabihonda, llena de honda condescendencia. 

Definitivamente, dejarse llevar por la euforia colectiva es un gustazo, me voy diciendo cual señorita pepis porque una no puede renunciar así sin más a su pedantería. Quizás debería ser un poco menos inflexible y buscarme algún grupúsculo afín en el que corear proclamas. Viviría mucho más feliz, canalizaría mi energía y además me sentiría la mar de acompañada. 

Esa noche pienso que voy a poner las canciones en el spotify por si me sale otro tributo de estos. Definitivamente, si te medicas con la pastilla chunga de matrix, me digo, al menos, que la música de vez en cuando me haga olvidarla. Entonces me detengo en seco. ¿No sería que ya llevaba tres o cuatro cervezas para bajarla?

Y, por si había dudas... Eh, voilà, mi favorita :D




lunes, 25 de marzo de 2013

Sentarse junto al piano

Cuando era pequeña tenía prohibidas las películas de niñas prodigio y tonadilleras. Por prescripción materna, ninguna cinta sospechosa de basarse en la explotación infantil y/o sexista o de contribuir a estereotipar el papel de la mujer españolacuandobesa podía visionarse en nuestra destartalada tele que nunca fue HD. El castigo era una buena bronca seguida de un tiempo de distanciamiento comunicativo, castigobichomortal cuando una es una niña llorona y sentida cuya imaginación catastrófica va muy rápido. 


Que tuviera vetada la época dorada de nuestro cine patrio no significó sin embargo que lo desconociera. Mi abuela, azote de las contraórdenes maternas, aprovechaba cualquier cuadro de anginas, cualquier festividad sin colegio, para bajar al videoclub a hurtadillas y, con alevosía y ensañamiento, a alquilar una catastrófica película de Marisol, la Dúrcal o Chispitas que yo canturrearía durante meses en recreos, autobuses escolares y sobremesas familiares. Antes de que Cine de Barrio nos abriera el mundo multicolor de la España enamorada de sí misma, yo pude disfrutar de los títulos más importantes de la cinematografía de Concha Velasco y Carmen Sevilla con el gustirrinín de quien siente que está haciendo algo prohibido. "Esto que quede entre tú y yo Currita", me decía giñándome un ojo.



De aquellas experiencias prohibidas me quedaron las letras pegajosas del fenómeno niño prodigio, mi absoluta fascinación por Madrid Capital del Reino y, sobre todo, ciertas escenas que me gustaba imitar delante del espejo y que, años después, aún me acompañan, o me persiguen, según se mire. Soy yo la que se imagina vestidita de enfermera antes al poner una tirita de vida o muerte para salvar a un ladrón bueno o la que inventa letras imaginarias para decir moñadas con canciones estandocontigocontigocontigo. Todavía, más de veinte años después, soy yo la que tiene que recuperar la voz tras haberme salvado del Titanic. Y es aquí de lo que va mi reflexión.



Escribir, como cantar, es como un músculo. Si lo abandonas, lo fuerzas o  lo encapsulas en una fédula se vicia, pierde volumen, se quiebra y puede quedarse tocado para siempre. O para después de un largo reposo. Le pasaba a La Violetera -Cañí Lesson n7 de mi bronquitis de los seis- después de sobrevivir al hundimiento del Titanic (sí, con narices el guión de Arozamena) en mitad del momento más brillante de su carrera. Magullada por la vida y el agua fría, el personaje interpretado por Sarita decidía dejar los escenarios, se perdía entre la muchedumbre gris y un día, por arte de birlibirloque, la redescubrían. La ponían de nuevo junto a un piano y la hacían cantar. Primero afónica, luego -por supuesto- perfecta. Con los dedos algo ateridos después de meses de inactividad y el rostro de Sarita en la cabeza, empiezo a parir letras que primero salen afónicas y luego no salen estupendas porque ni yo soy la Montiel, ni esto es tecnicolor. Hay veces en la vida de una en las que es mejor no escribir, como es mejor no hablar o no pensar. Hay veces en las que vas en el Titanic y sólo puedes sentarte a esperar que se hunda, pillar una balsa y empezar una nueva vida. 



La clave es que, quizás de no pensar, de no hablar y no escribir, el músculo de la creación -como la voz- se queda seco, y una siente como miedo. Piensa pensamientos ñoños de menudatontería... Piensa, por ejemplo, ¿A quién le interesará que piense esto? Piensa con pudor púbere y con la cobardía de a quien de tanto pensar le sobran neuronas fritas y le falta entrenamiento. Y piensas y te paras, y lo vas dejando y dejando hasta que un día ya no piensas. O al menos no piensas de esa tristísima manera. Un día alguien que recién conoces te dice que se ha visto en los reflejos de un iceberg o que conoce a una mujer hiedra. Entonces, contaminada por las triquiñuelas de tu abuela, te acuerdas del hilillo de voz de Sarita Montiel, y decides volver a entreabrir los ojos y sentarte junto al piano. 



Vas viendo entonces que las frases célebres siguen ahí, también los hombres proyecto, las mujeres bala, el balido falso de la oveja negra... Los personajes de la Estrella que me encuentro en cualquier vagón: El hombre palanca, la chica que muda, la madre, el niño, la vieja... Todos me siguen tirando del pelo sólo que hago que no me doy cuenta. 



Hoy en Barcelona un sol tímido se asoma por la ventana sin cortinas del salón. Leica lo mira repanchingada -como perra panza arriba- y siento, y quizás tampoco dure, que, como cupletista rescatada del Titanic, necesito dejar escapar un gallito o dos hasta encontrar el tono. Siento que vuelvo a querer que me hagan cosquillas las letras.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Cosas que me hacen mantequilla...


-I don’t want you to feel used
-I do feel used and played and lied to. I also feel good. Two minutes with you and I feel good.

Os he dicho alguna vez que mis tórridas fantasías juveniles siempre tenían un uniforme. Será por eso... :b

miércoles, 3 de octubre de 2012

El hombre iceberg, el trombocid y el agua dulce

El iceberg es una masa de hielo dulce que se desplaza empujado por gélidas corrientes marinas. El hombre iceberg es la mejor forma que se me ocurre para definir a ese ser de pocas palabras cuyas motivaciones últimas hay que intuir –como a la masa hundida- so pena de chocarnos en una dramática y sangrienta colisión polar. El iceberg es una plataforma flotante desgajada de un glaciar, el hombre del mismo nombre es un ser moldeado a la medida de sus circunstancias –como todos, por otro lado- que decide un día simplificar su interfaz para pasar por práctico, por sencillo, incluso por tonto o simple. Aquí estoy, soy blanco y algo frío, no hay más. No soy una isla llena de barros y bichos raros como tú, no me pierdo en eternos debates sobre quién tiene la culpa de los mosquitos del manglar. Una une sus destinos a los del hombre iceberg pensando que le puede venir bien ese paisaje zen del pensamiento en blanco. Esas colinas esculpidas de formas limpias, esa claridad de mente tan distinta a su isla de raíces desordenadas y caóticas… La ligereza, el desprendimiento. Pero un día, mientras nada entre las contradictorias aguas de su relación –para hacer metáforas tenemos rendirnos a escenarios surrealistas de focas y peces tropicales- se da en la espinilla. No está sucia ni tiene tierra pegada, sino helada y manchada de sangre. Mira al hombre iceberg –de arriba abajo porque está muy cerca- y le pregunta:

-Uy… ¿y eso?
-¿Eso qué?
-Eso… Toda esa masa que hay bajo el agua.
-Ah… Eso. No es nada.
-¿Cómo que no es nada? Si acabo de hacerme un siete en la espinilla. Mira, mira… ¿Cómo vas a andar con todo eso ahí abajo? Tendrás que mirártelo… ¿No te duele? A ver si me voy a volver a hacer daño…
-Ten cuidado y ya está.
-Bueno, cariño, pero es que no sé qué forma tiene. Vaya, como decías que Loquevesesloquehay, no me esperaba esté montón de hielo…Tendremos que sumergirnos, a ver qué pinta tiene…

Agarras aire e impulso para lanzarte a las profundidades pero te das cuenta: no se ha movido. Se ha quedado muy quieto mirándote con esa cara de témpano que sólo él sabe poner. No piensa tirarse contigo. ¿No quieres saber qué hay ahí abajo? El hombre iceberg no te contesta, con los años descubrirás que era una torpe estrategia para ganar tiempo, para permitir al azar colar algún elemento –un oso polar, un colibrí- que te desconcentre del propósito, que te entretenga con otra cosa. Sofocada por la fuerza de lo evidente te pones nerviosa, hay toneladas de hielo inesperado y quisieras, cuanto menos, conocer la geografía y evitar tropiezos.

-Claro que tengo mis cosas… ¿Qué creías? ¿Qué era de hielo? – [Disfruten un momento del chascarrillo]
-Bueno, pero si está ahí, podemos hablar de ello. No me has dicho si te duele… ¿Has pensado que pueda tener que ver con los hematomas que de vez en cuando nos salen en las piernas?

El hombre iceberg ya no contesta, no piensa reconocer que descubriste un inhóspito paisaje de complejidades, que también lleva una mochila cargada de agua y que de vez en cuando le destrozan las rodillas. Semanas más tarde, cuando regresas al ataque con tu Posgrado en Iceberología Práctica ya sabes que esconde una octava parte de sus motivaciones, digo, de su tamaño; ya sabes que es capaz de sacar la cabeza al sol porque su forma sólida es más densa que la líquida –es de firmes principios y buen corazón- y que no terminó en los fondos oscuros de las fosas oceánicas gracias a la polarización de la molécula de agua. Cuestiones de electricidad, desde el principio te pareció que tenía chispa… Cuando regresas al ataque con tu manual de instrucciones es cuando más golpes te das. 

Si lo sé no te lo enseño. ¿Pero cómo lo vas a ocultar? Te preguntas, le preguntas. Para entonces ya sabes que un iceberg puede encallar contra un Transatlántico y cepillarse a 1512 personas y que es posible que, al final de la película, no haya sitio para los dos en el tablón. Echas al mar los apuntes y procuras morderte la lengua en las siguientes colisiones, digo ocasiones, en esos derroches de complicada sencillez que ahora sabes que no es cierta. No es casual esa mirada, no es casual ese olvido, ni el gesto, ni el bufido, ni la caricia. Disfrutas en esas tardes de mimo y sofá en la que se deja caer un trozo y lo mezcláis con un gintonic y alguna confidencia. Te compras rodilleras y te das crema.

Fantaseas con que un día te muestre un mapa pero sabes que hay temperaturas en las que da miedo hacer submarinismo. Sabes que en el fondo es agua dulce, muy dulce, le quieres por eso, ¿no es cierto? Sabes, en definitiva, que te toca moderte la lengua. Esqueerestancompleja. Esotepasapordarlevueltas. Entonces miras de soslayo el vastísimo sótano de hielo bajo sus pies y sonríes.

-Ya sabes Loquevessóloesunapartedeloquehay.
-Sí, menudo rollo… Con lo tranquilo que vivo yo.
-Ya. Oye, ¿me ayudas a ponerme trombocid en el morado?
-Sí, claro, cariño -te encanta que te unte crema con sus manos de agua tibia- Menuda hostia te has dado, ¿ehn? A ver si caminas con más cuidadito…

viernes, 1 de junio de 2012

La princesa, las pelusas y el armario


Está metida en ese rincón del armario junto a la horquilla oxidada y el puñado de pelusas. La imaginamos más fresca, con el vestido blanco o rosa, mejor peinada, por supuesto. La imaginamos con la cara lozana y fresca. Virginal, feliz, buena, bella, perfecta. Lleva los encajes de ese tiempo en el que nos gustaban los encajes. Los zapatitos blancos de niña buena. La sentimos dentro del corazón de nuestro armario y gustamos de acariciarla y alimentar su mundo. Es fácil. Sólo hay que encender la tele, enchufar una peli. Sólo hay que sentarse a recibir caricias de color rosa y olor a fresa. Películas de arrebatados finales felices, canciones de corazones rotos que resucitan por mor del amor eterno, leyendas sobre otras criaturas adorables que, desde la torre de su castillo, esperan el dorado final feliz en forma de príncipe inmaculado y valiente. Nosotras no nos damos cuenta, porque hace demasiado tiempo que está ahí, pero nuestro corazón late al compás de sus palmitas. Al ritmo que marcan sus expectativas cumplidas, los encuadres donde todo tiene su correspondiente color pastel y dónde en cada borde se pueden leer palabras de amor, de amor verdadero, of course. El amor de la única manera en la que ella lo entiende.

Todas –permítanme la injusta generalización- tenemos una princesa dentro del armario. Una criatura más o menos acicalada que tamiza y a veces machaca nuestros pasos por el mundo. Alimentada por esta industria cultural de mujeres elegantemente atadas por invisibles hilos de oro y plata –un material muy propio de la indumentaria monárquica-, nuestra princesa puede nacer en nuestra mismísima cuna. Puede echar a andar en ese momento en el que se despliegan los mecanismos inconscientes del enamoramiento materno -que luego pasa a ser paterno y si cabe más princesil- para sellar para siempre su vinculación con ese universo  patriarcal que ya está tan dentro nuestro que ni lo vemos. 

Las princesitas de nuestro armario pueden tener mucha o poca suerte. Pueden entroncar con una aristocracia similar que las llene de halagos y ser felices para siempre jamás o pueden dar en hueso. Véanse esos casos en los que una princesa ve la luz en un entorno hostil en el que nadie reconoce –ni celebra- las peculiaridades de su especie. Véanse esos casos que son la mayoría. Casos en los que las princesas del closet sufren secreta y más o menos calladamente hasta limitar su actuación a ciertos momentos clave, ciertas situaciones límite, en las que reclaman su posición de divas, el brillo de sus encajes, el amor de la única manera en la que ellas lo entienden.

Nuestra princesa heredada vive en el fondo de nuestro armario y, como la mayoría no sabemos que existe, no nos paramos a mirarla. No sabemos que es ella la que inspira muchos de nuestros desaires, ese catálogo de frustraciones de sentirnos no suficientemente cuidadas, queridas o celebradas; de necesitar un príncipe que nos halague y nos haga mimos, que nos regale joyas y nos lleve de paseo. “Pero vamos a ver, ¿no eres tú la que quiere ir al baile de máscaras? Pues saca las entradas y ya me dices a qué hora quedamos”. La princesa mira al plebeyo con el que tú compartes la vida con los ojos llenos de lágrimas. Los taconcitos blancos golpeando el suelo, llenos de rabia. Se pregunta dónde está la calesa, dónde está el brazalete de magnolias, en qué lugar quedó ese príncipe que le prometieron llegaría y que no se parece en nada a este individuo imperfecto y algo perdido que tú frecuentas. “Te mereces algo mejor”, susurra entonces la criatura sumiéndote en una confusión extraña en la que todo tu mundo, tus referencias, se dan la vuelta. La princesita saca la artillería, el catálogo de triunfos ajenos que, como estampitas, ha atesorado durante años. “Mira a Lady tal, mira a Lady cual, son taaaan felices”. 

Todavía preguntándote si sacarás por internet o en taquilla las entradas para el baile antes de que se acaben las buenas y muy pero que muy confusa, te paras en seco. ¿Lady qué? Observas las estampitas amarillentas y gastadas por los bordes, la vida de esas mujeres metidas en burbujas -las señoras de, la asustadas, las niñas eternas, las felices casadas, las madres abnegadas, las workaholics solitarias en busca del galán perfecto- y sabes que tienes un poco de todas pero también un poco de otra cosa. De esa otra cosa que te hacía jugar con princesas pero también grabar en el casette imaginarios programas de radio, inventar canciones y escribir historias de naúfragos. Te das la vuelta y la miras de frente. Sus cabellos desmadejados por el tiempo, su vestido gastado, las ojeras moraditas debajo de los ojos y los bracitos enclenques. Sabes que, como a ti, a tu princesa también le ha dado algún golpe la vida. Y te das cuenta de que lo ha llevado bastante peor que tú. Tiene los ojos vidriosos y el vestido sucio, esa pátina triste de vivir en un mundo antiguo, en el que las estructuras hacen mucho tiempo que no valen. Aferrada a esa tóxica forma de amor que es la única que ella entiende. 

Tienes la tentación de hacerle cosas malas, de librarte para siempre de ella y sus caprichos.

Esa noche no puedes dormir. Las dudas te asaltan. La opción de cargártela es una especie de eutanasia parcial y, bueno, ahora que la has visto de cerca sabes que no tiene tanto poder, que no es tan fuerte. Al día siguiente te tomas un té con ella y le planteas un pacto: "Te dejo ver alguna peli moña, pasar horas en L´Occitante y controlar mi Pinterest pero porfa, no me machaques tanto”. Ella deja caer los ojos, nunca dirá que sí porque las princesas nunca ceden, son orgullosas y desdeñosas por naturaleza. Inmutable en tu postura, vuelves a mirarla con cierta lástima y te das cuenta que le tienes cariño. Alargas la mano para retirarle alguna pelusa que le asoma por el pelo. Aunque sepas que volverá a escaparse del armario, que habrá veces que no podrá controlarse y te martilleará en la cabeza con su desgastada corona, le tienes aprecio. Ella no sabe lo bien  que una se siente cuando usa su VISA y sus patitas para ir al baile, cuando se escapa del castillo, decide su destino y no necesita estar divina para agradar a nadie. Antes de irse, lánguidamente, te toma con su manita blanca y helada para entonar su dramático adiós: “De acuerdo, pero no todo mi reino ha sido malo”.

La ves alejarse con su vestidito roidito y su tristeza y sonríes sin que ella te vea. Tiene razón, no todo su reino ha sido malo y hay hasta algún consejo del que no piensas desprenderte. Uno: jamás te fiarás de ninguna vieja que te ofrezca una manzana, de hecho, no te fiarás de nadie que gratuitamente te ofrezca una manzana. Dos: procurarás frecuentar príncipes o plebeyos que, aunque destronados, abdicados y confusos, sean capaces de tener algún detallito.  

Por que si no, How do you know he loves you? :b

viernes, 16 de marzo de 2012

Muy gráfico

-Mira Vila, no hay nada imposible en esta vida. Pero como eso pase vamos a terminar todos como los dibujitos chinos.
-¿Cómo?
-Con la cabeza a un lao, la boca abierta y los mocos colgando...

viernes, 11 de noviembre de 2011

Cosas bonitas

11:00 Chat de Gmail
El amigo inconexo, anónimo y escondido que tengo. Despues de laaaaaaaaaarga charla en busca de sentido:
-En fin... En 11 minutos serán las 11:11 del 11-11-11
Asi que pide un deseo.
Mmmmmm  [me concentro mucho mucho]
-Cómo mola :)

Once minutos más tarde:
-Rápido, concéntrate.

11:12
-Ya. Me ha encantadoooooooooooooo. Me he concentrado un montón, yo no sabía que podía concentrarme tanto...
-Pues yo no...
-Jajajajaja. ¿En serio? ¿Ni un poquito?
-Bueno, un poquito sí.... De todas formas hoy vale para todo el día... :b

Así que ya sabéis. A aplicarse.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Zombies Party

Música ambiente. BSO Películas de terror. Todos los nuevos sabores del concurso Lays. Y Cruzcampo, mucha Cruzcampo.
-A ver este juego me parece un poco sexista. "Tipo duro", "Pistolero", "Niña"... Hasta ahí bien pero... ¿"Rubia cachonda"?
-Mujer... es una traducción de internet... En realidad podría ser "Rubia buenorra"...

Como es el anfitrión, se ha currado toda la tarde recortando y pegando fichas y ha convertido su casa en una especie de parque temático zombie, me callo.

-Ah... Vale...

Una hora de lectura de instrucciones. Voz engolada por delante.

-Un momento. ¿Por qué si la Rubia Cachonda está en uno de los territorios se aumenta el número de zombies del ataque?

Todos me miran con cara de estupefacción. Una de las rubias de la reunión, que a la calladita se convierte en mi cómplice para escapar de este holocausto caníval de los muertos vivientes, me lanza una mirada de ternura.

-Pues porque la rubia grita más...

Todos asienten con gesto de Menudapreguntatonta.

-Pues por esto sí que no paso... -Gruño con la boca llena de patatas sabor Gambas al ajillo.

El juego continúa y para orgullo de mi género ganamos mi rubia, el anfitrión y yo. Todos rescatados por un helicóptero que, no sabemos si por sincronización musical del dueño de la casa -le sospecho capaz de todo- puede oírse también en la musiquilla que circunda alrededor.

-¿Te ha gustado? Al final, te has salvado...
-Pues sí, la suerte de la novata...

¿Para qué me engaño? Aquí no soy la novata. Soy la morena torpe que hace demasiadas preguntas, que se cae en las persecuciones, por la que casi se cargan a los protagonistas un par de veces y sobre la que al final de la película todos se preguntan: "Ya le vale al guionista, deja morir al héroe cachas y salvar a la petarda ésta".

Después de esta sesión intensiva y sabiendo lo novelera que soy sé que voy a mirar la vida aplicándole esta suerte de estructuralismo zombie. Me queda, mínimo, una semanita de introspección. Espérate que llegue a la oficina...

lunes, 12 de septiembre de 2011

¿Se puede ser más pava?

-Tía, qué injusta es la vida... Estaba buscando una canción penca para enseñársela a un colega y me he encontrado con un dúo de Chenoa y Bisbal... Nenaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa... Qué pena me ha entrado de verles. ¿Tú crees que volverán? Este sensiblerío va a matarme. 

-A mí me encantaría, como me encantaría que Brad Pitt dejara a anoréxica Jolie y volviera con Jennifer Aniston, y sacaran a pasear a todos los niños, y la otra cada día más canija. Ea.

-Ahí discrepo. Yo soy más de Gwyneth Paltrow.

-Ya, pero Gwyneth y Brad [atentos a la cercanía casi coloquial con la que los cita mi amiga] rompieron de mutuo acuerdo, pero en el otro caso fue la Jolie la que se metió por medio del matrimonio.

-Vale, pero la Aniston tiene cara de cursi y de pasarse toooooodo el día contando calorías. Me parece muy poco interesante la gente que no come. Lo dicho, me quedo con la Paltrow.

- No seas tonta. ¡Todas cuentan calorías!!! Aniston sigue la dieta de los potitos. Me encanta su pelo, su bronceado, su tipín, tiene tres años más que yo... A la Paltrow le han diagnosticado osteopenia, falta de vitamina en los huesos, probablemente por la estricta dieta macrobiótica que sigue y Jolie no come y lleva tatuado en la barriga “lo que me nutre también me destruye”. En resumen: Tres locas y un tío güeno.

-Vaya… [me quedo loca con todo el Máster en Nutrición para Famosas que tiene mi amiga] ¿La dieta de los potitos has dicho? 

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Pues eso, tres carreras universitarias y dos master sumados entre ambas. Medio mundo recorrido y miles de lecturas para descubrirse teniendo una conversación de estas con esa amiga que tiene memoria suficiente como para recordar los nombres de todos los actores secundarios de Hollywood.

Pero, ¿Quién se resiste a un petardeo? Como diría MC: No todo va a ser Lacan

Y, directamente para los paladares más petardos, esta muestra de Estosíqueeraamor. Para los que quieran acompañarnos en este debate intelectualizante, por favor, disfruten del vídeo hasta el final jajajaja