-A ver, mi padre es bueno.... Pero tiene una interfaz de usuario horrible. Horrible de verdad.
"Hay muchas cosas que no puedo decir a nadie, casi todas se refieren a las matemáticas". Carlos Edmundo de Ory
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jueves, 8 de septiembre de 2016
sábado, 7 de febrero de 2015
Yanis Varoufakis, un héroe griego 2.0
martes, 28 de octubre de 2014
La repipi se rinde al tributo o cómo hacer que baje la pastilla de matrix
freddie -con minúsculas- se quita la peluca |
Ir a un concierto tributo
es una cosa muy loca. Máxime si tu afición al grupo es relativa, si no has
bebido suficientes cervezas previas o, como consecuencia de lo anterior, caes
en la cuenta de que no te sabes las letras. Ir a un concierto tributo supone rendir
homenaje al sucedáneo y hacer la vista gorda cuando el simulacro no alcanza a
dar sentido y razón al espectáculo. Tiene un punto de concierto sí, pero, sobre
todo, de coreografía y de teatro posible: de cómo bailaría él, de cuántos
selfies te harías si fuera él, de cómo hubiera sido todo si en lugar de nacer en
los ochenta hubieras llegado un poco antes, a tiempo de inaugurar el fenómeno
fan o pasar por encima de la heroína y el VIH. Grandes bichas del
talento en el pasado siglo.
En un concierto tributo la
gente espera ver a su ídolo haciendo los mismitos gestos que el DVD edición
25º aniversario. Aspira a alcanzar ese momento mágico en el que creerse que
todo es cierto. Un momento de karma, varias cervezas mediante, capaz de superar
la malaje de quien lo que es cantar... canta bien, pero la dramaturgia no la domina tanto.
Se espera del imitador que repita los pasos precisos y del técnico de luces que
sepa perfectamente a qué atenerse: "Esta es la iluminación exacta que
usaron en el concierto del ochenta y dos", oyes exclamar con entusiasmo a
unos centímetros de distancia con ese oído licántropo de quién no lleva
suficientes copas. “Se ha puesto la chaqueta, mira, mira, lleva la chaqueta
amarilla”. De repente, estar ahí, en ese despertar de los muertos al que llegas
rebotada, se te revela algo patético. El fenómeno fan descolorido, el sudor
intergeneracional, la invasión de camisetas frikis y el saber que son treinta
euros por tomar un enorme nespresso de música -que sabe a café, pero que no lo
es- te dan un poco de pena.
Sacas entonces tu curso de psicología del CCC para reflexionar sobre esos tipos de la guitarra que eligieron vivir de
triunfos que no son suyos. -¡Qué desperdicio!, piensas, Siempre me ha dado tanta envidia
la gente que sabe tocar la guitarra... - Para entonces me ha hecho efecto la
pastilla de matrix y todo me parece impostado, como ciertas proclamas que me
dan vergüenza ajena, como la gente que ve a su madre en una bandera o piensa
que un partido de fútbol les va a cambiar el mundo. Sobria, despegada y algo
aburrida contemplo con cierto resentimiento a una pareja que se esfuerza por
grabar con el móvil el sainete de pop rock que anima a la muchedumbre
emocionada. Mi juicio repipi está a punto de alcanzar una toxicidad peligrosa
cuando bostezo.
Los aplausos preconizan el
final de fiesta y freddie que no es Freddie –llamémosle freddie con minúsculas-
muestra su corona de reina ante los alaridos del público que tributa. Entonces
es cuando surgen los acordes de mi canción favorita y las tres neuronas débiles
que me quedan despiertas me preguntan si no soy yo la equivocada, la que se
pierde algo y desperdicia la entrada. Como las
hadas de Disney, las tres neuronas me agarran por la chaqueta y me
abofetean a tiempo. Vuelan pajaritos de colores alrededor de mi cabeza. Empiezo a apreciar el timbre de voz -si cierro los ojos es
como si fuera de veras-. Ya estoy moviendo el esqueleto cual posesa y
reclamando el tercer bis. Soy una friki más cuando pillo las manos de mis
amigos y les animo a corear que somos the champions echando a un lado esa mala conciencia que me da todo lo que me suena a la UEFA.
Cuando la luz se enciende
me alegro de haber tributado algo –algo que no sea impuestos, Seguridad Social o IVA, quiero decir- y
procuro no avasallar ojiplática a los que compran la camiseta con esa mirada mía,
sabihonda, llena de honda condescendencia.
Definitivamente, dejarse llevar por la euforia colectiva es un gustazo, me voy diciendo cual señorita pepis porque una no puede renunciar así sin más a su pedantería. Quizás debería ser un poco menos inflexible y buscarme algún grupúsculo afín en el que corear proclamas. Viviría mucho más feliz, canalizaría mi energía y además me sentiría la mar de acompañada.
Esa noche pienso que voy a poner las canciones en el spotify por si me sale otro tributo de estos. Definitivamente, si te medicas con la pastilla chunga de matrix, me digo, al menos, que la música de vez en cuando me haga olvidarla. Entonces me detengo en seco. ¿No sería que ya llevaba tres o cuatro cervezas para bajarla?
Y, por si había dudas... Eh, voilà, mi favorita :D
Definitivamente, dejarse llevar por la euforia colectiva es un gustazo, me voy diciendo cual señorita pepis porque una no puede renunciar así sin más a su pedantería. Quizás debería ser un poco menos inflexible y buscarme algún grupúsculo afín en el que corear proclamas. Viviría mucho más feliz, canalizaría mi energía y además me sentiría la mar de acompañada.
Esa noche pienso que voy a poner las canciones en el spotify por si me sale otro tributo de estos. Definitivamente, si te medicas con la pastilla chunga de matrix, me digo, al menos, que la música de vez en cuando me haga olvidarla. Entonces me detengo en seco. ¿No sería que ya llevaba tres o cuatro cervezas para bajarla?
Y, por si había dudas... Eh, voilà, mi favorita :D
jueves, 16 de octubre de 2014
La sobremesa de la apátrida
-Espero que no te ofendas con lo que te digo, pero creo que esa pertenencia se educa. La prueba es que yo no la siento.
-¿No sientes que tengas una nación?
-No, no exactamente.
-Pero tu nación es el sitio de dónde eres, es tu tierra, tu casa, tu familia…
Su rictus se ha vuelto triste y ha agitado su melena rubia. Antes de salir a apurar con un café la hora escasa de la comida, se ha girado para mirarme primero con cierto desconcierto y finalmente con lástima. Yo me he quedado sola en la oficina, y me he mirado en el espejo de esa pena sabiendo su bonhomia. La he sabido sincera, bienintencionada. Tu nación es tu tierra, es como tu familia, tu casa. Y todos nacemos con una, ¿no? Te imaginas que se afirma mientras pulsa el ascensor. Yo me he quedado, apátrida y sola, en la oficina y he pensado en mi casa. La casa de Cádiz, las casas de Sevilla, las de Madrid, la de Barcelona. La casa oscura de mi abuela en la calle Nicaragua. He pensado en la tierra húmeda de la casa de mis tíos en Lavadores. En todas las casas que una vez quise que fueran mías. En la casa calentita de mi amiga Mariaeugenia. Puedo recordar cómo olían, cada una de ellas. Me he quedado sola en la oficina y he pensado en mi casa. La de aquí y la que está a mil kilómetros y me he preguntado si se ha de elegir para encontrar el origen, el inicio último.
He revisado a fondo a modo de inventario, he hecho cuentas y determinado que es posible que naciera con algún tipo de una tara. Me sale una casa mestiza, compleja, que no tiene nombre, ni forma casi. Me sale que soy de cientos de lugares y que transito miles de caras. Soy de los brazos fuertes que me hacen de almohada, de la letra espigada de las dedicatorias, de las fotos viejas y de las fotos que nunca borro del móvil. De cuando se pone el sol y empieza a hacer frío en la arena húmeda de la Victoria. De las esquinas secretas de Santa Catalina. Santa Catalina la de aquí, aunque la de allí también. Mi casa está en las cartas de los amigos que aún me escriben cartas, en los pasodobles de Miguelange oídos por youtube, en un buen puñado de poemas -muchos escritos antes de que yo naciera-, En la pequeña y vieja Leica siempre de mudanza. Mi casa está en cualquier puchero que sepa como sabía el puchero de mi abuela, o que me lo recuerde o que se le parezca; en el gallo empanado de los miércoles, en aprender a pronunciar la ele doble y distinguir cómo hay que hacer el corte para frotar el pa amb tomaquet. Mi casa está en cualquier mesa que rinda culto a la sobremesa. ¿Puede considerarse tierra la arena de la playa?
Debe ser cosa de la familia corta, rota y pegada que yo sienta este vacío de sobremesa de no tener patria, o de tener demasiadas y, por tanto, añorarlas. A muchos le doy pena. Desde que estoy aquí les veo mirarme como a bicho raro con esa mezcla de cariño con un posito de lástima. Debe tener algo de repliegue, de autodefensa en mitad de este paisaje de banderas varias, una especie de orgullo del apátrida, pero, inexplicablemente, me siento afortunada.
He revisado a fondo a modo de inventario, he hecho cuentas y determinado que es posible que naciera con algún tipo de una tara. Me sale una casa mestiza, compleja, que no tiene nombre, ni forma casi. Me sale que soy de cientos de lugares y que transito miles de caras. Soy de los brazos fuertes que me hacen de almohada, de la letra espigada de las dedicatorias, de las fotos viejas y de las fotos que nunca borro del móvil. De cuando se pone el sol y empieza a hacer frío en la arena húmeda de la Victoria. De las esquinas secretas de Santa Catalina. Santa Catalina la de aquí, aunque la de allí también. Mi casa está en las cartas de los amigos que aún me escriben cartas, en los pasodobles de Miguelange oídos por youtube, en un buen puñado de poemas -muchos escritos antes de que yo naciera-, En la pequeña y vieja Leica siempre de mudanza. Mi casa está en cualquier puchero que sepa como sabía el puchero de mi abuela, o que me lo recuerde o que se le parezca; en el gallo empanado de los miércoles, en aprender a pronunciar la ele doble y distinguir cómo hay que hacer el corte para frotar el pa amb tomaquet. Mi casa está en cualquier mesa que rinda culto a la sobremesa. ¿Puede considerarse tierra la arena de la playa?
Debe ser cosa de la familia corta, rota y pegada que yo sienta este vacío de sobremesa de no tener patria, o de tener demasiadas y, por tanto, añorarlas. A muchos le doy pena. Desde que estoy aquí les veo mirarme como a bicho raro con esa mezcla de cariño con un posito de lástima. Debe tener algo de repliegue, de autodefensa en mitad de este paisaje de banderas varias, una especie de orgullo del apátrida, pero, inexplicablemente, me siento afortunada.
lunes, 17 de febrero de 2014
La reputación online y la invicta malicia
![]() |
Palabras e ironia |
Quien me conoce sabe que, como buena curiosa, adoro los temas de reputación online. También offline, ¿no es al final lo mismo? Ya me iba la marcha cuando hace años desgastaba los apuntes de comunicación de crisis y reveía los vídeos de aquella ministra que hundió la industria cárnica. Hoy he escuchado emocionada la conferencia de Óscar Trabazos en la Social Media Week lamentándome no acceder -y presumiblemente, no entender-, esos volúmenes de datos inmensos que manejan en las grandes cuentas los especialistas en decodificar chismes en estos tiempos de internet. Dejando volar mi imaginación, he imaginado esas pantallas llenas de algoritmos donde se monitorizan los cientos, miles de menciones a una marca, persona o producto intentando dilucidar dónde está la crítica y dónde la oportunidad. “La reputación online no se gestiona, se crea o se destruye”, afirmaba epatante Trabazos y una no tiene tiempo de hacer un tuit porque hay verdades de la vida -y también profesionales- que es mejor mascarlas que retuitearlas.
Lo dicho, imaginaba un complejo algoritmo en la que se interpretaban palabras. Ceros, unos, combinaciones binarias cruzadas por la mente de algún genio para descifrar las querencias humanas. Líneas y líneas de letras porque, y en esto quizás no habrán caído, todo audio y toda imagen han de transcribirse para su procesamiento y posterior estudio. Qué curioso que al final -y al principio decía la Biblia- todo se reduzca a la palabra.
Se devanan los algoritmos -más bien los programadores que los sustentan- en afinar resultados semánticos para la reputación de las marcas en internet. En saber qué porcentajes de tuits aparentemente positivos esconden la exquisita maldad del sarcasmo, la elegancia aguda de la malicia, la complicada pragmática, el humano mundo de la fina ironía.
“La ironía, actualmente, no es vencible, no es interpretable”, afirmó Trabazos mientras se me dibujaba una sonrisa. Me encantó el momento. Me encantó el verbo. “No es vencible”. Vence la ironía por muy poco seguida de cerca por los detectives cibernéticos de IBM, fantaseo.
“Quizás es una esperanza todo esto, hay un espacio al que no puede llegar la máquina…”, se oye al otro lado de la sala plagada de freaks de la Social Media Week. Compruebo que al experto online se le ha escapado la misma sonrisa cuando responde: “No debía ser yo quién lo dijera… Pero sí“.
En casa, ahora, pienso en la ironía no vencida en los tiempos de la monitorización global y el Big Data, en los significantes equívocos para el software de reputación digital. Pienso en la palabra que quiebra el significado lógico, en la emoción, en la poesía, en las cosas que son quebrando significados. La ironía escapando al análisis de la máquina. Un humilde trozo de malicia humana. Mezquina, imperfecta y diminuta, pero todavía, invencible.
miércoles, 18 de septiembre de 2013
Teoría Sentimental del Champú de Oferta
¿Honestamente? Me hubiera gustado que fuera mía. Lo reconozco. Hay teorías de finura tal que lamento mucho no haberlas pergreñado yo en esta cabecita entre penca y retorcida que me dio dios. Se llama La Teoría Sentimental del Champú de Oferta y pertenece a mi amiga Pilar que últimamente, aunque algo rota, está más mona, más sesi y más lúcida que nunca. A pesar de lo que su nombre pudiera indicar, la Teoría Sentimental del Champú de Oferta no está relacionada con lavarse el pelo con marca Vidal en casa de un extraño tras una noche confusa. Tampoco con enamorarse del primero que nos mira porque la mancha de una mora con otra verde se quita. Qué va…
La Teoría Sentimental del Champú de Oferta tiene que ver con esos plastiquitos que un día te encuentras adosados a tu marca de champú favorita en el supermercado. Esos transparentes que colocan fuertemente adheridos a otra botellita de igual o menor tamaño de Body Milk, acondicionador o líquido crecepelo que tú, naturalmente, no necesitas. Seleccionado entre los stocks a punto de caducar de la multinacional Mycare&Mycare, el contenido indeseado -y a veces indeseable- de esas botellitas se convierte, por arte e ingenio del director de marketing de la firma, en tu "regalo" o "promoción" con esa compra. Un extra que a ti, fiel consumidora de tu champú para el pelo favorito, no te interesa en absoluto. ¿Problema? Que el plástico en cuestión está demasiado pegado, demasiado adherido a ambas botellitas como para separarlas limpiamente sin que alguien te vea. Cubierta diseñada para romperse con saña o con tijeras, el resultado es que no puedes salir del supermercado con tu champú del pelo favorito y haber dejado allí la promoción no electa.
¿Y toda esta parrafada sobre el packaging?¿Reoriento el blog para convertirlo en otra bitácora de prescriptores de marketing? Nada más lejos. Toda esta parrafada es para ilustrar la teoría sentimental de mi buena amiga según la cual, en toda relación, llega el momento de enfrentarse a la promo non petita, a la botella de oferta. Es decir, a ese día en el que ese ser del que te has enamorado aparece en tu vida adherido a un plástico pegado a una, dos, tres botellitas de contenido diverso que tú, ni por asomo, te hubieras comprado en la vida: su familia.
Su familia -a partir de ahora "el regalo"- como los stocks de Mycare&Mycare, puede ser fantástica, el equivalente humano a un nuevo y revolucionario lanzamiento cosmético que tu economía doméstica nunca pensó permitirse. Un chollo, un encanto, una suegra adicta a cocinar tupers y comprarse ropa súper mona que luego heredas tú. O a comprártelas a ti directamente (por teorizar…). Más frecuentemente, "el regalo" puede ser un estándar increíblemente ajeno a tu manera de ver de vida. Un crepelo muy práctico si eres calvo pero que tú no sabes dónde narices meterte. Una suegra, por ejemplo, adicta a las manualidades, enganchada a regalarte cosas del Venca u obsesionada con los gatos y tú con alergia. Finalmente, y por dejar de ser políticamente correcta, "el regalo" también puede ser, y a veces, es, mucho peor. Una crema pringosa con olor a aceite de linaza, un after sun que te da alergia. Una suegra sobreprotectora que compite por tu sitio, una adicta a la alimentación macrobiótica, o al fitnes, o la cirugía estética. Alguien con quien te descubres un día en la cocina intentando hablar en un idioma que para ti es absolutamente ininteligible.
El gran cabo suelto de la Teoría Sentimental del Champú de Oferta es que las botellitas anexas un día salen de tu casa y de tu vida "como obsequio" en el bolso de tu amiga rapiña "Uy, pues si no lo usas yo me lo llevo". O de tu cuñada o hasta de tu suegra. Pero encontrar una solución similar con la familia política pues está, la verdad, muy feo. Es en esos casos en los que una se aguanta con el obsequio y sólo espera que alguien del clan encuentre en el supermercado otra botella anexa que se le parezca. Una perfecta cuñada, o por opuestos, una cuñada imperfecta. Alguien que, al menos, haga grupo, o lo deshaga, y cubra el hueco físico o psicológico que tu dejas. Pinche en las comidas del domingo, chascarrillo en las charlas de la cocina, animadora en el grupo de guasap.
"Hay que ver lo rarita que es tu mujer… No se integra" oyes de pasada mientras tu champú del pelo favorito asiente y te disculpa "Sí, mamá, sí se integra… Es que es tímida y le cuesta abrirse. Pero os tiene mucho aprecio".
lunes, 25 de marzo de 2013
Sentarse junto al piano
Cuando era pequeña tenía prohibidas las películas de niñas prodigio y tonadilleras. Por prescripción materna, ninguna cinta sospechosa de basarse en la explotación infantil y/o sexista o de contribuir a estereotipar el papel de la mujer españolacuandobesa podía visionarse en nuestra destartalada tele que nunca fue HD. El castigo era una buena bronca seguida de un tiempo de distanciamiento comunicativo, castigobichomortal cuando una es una niña llorona y sentida cuya imaginación catastrófica va muy rápido.
Que tuviera vetada la época dorada de nuestro cine patrio no significó sin embargo que lo desconociera. Mi abuela, azote de las contraórdenes maternas, aprovechaba cualquier cuadro de anginas, cualquier festividad sin colegio, para bajar al videoclub a hurtadillas y, con alevosía y ensañamiento, a alquilar una catastrófica película de Marisol, la Dúrcal o Chispitas que yo canturrearía durante meses en recreos, autobuses escolares y sobremesas familiares. Antes de que Cine de Barrio nos abriera el mundo multicolor de la España enamorada de sí misma, yo pude disfrutar de los títulos más importantes de la cinematografía de Concha Velasco y Carmen Sevilla con el gustirrinín de quien siente que está haciendo algo prohibido. "Esto que quede entre tú y yo Currita", me decía giñándome un ojo.
De aquellas experiencias prohibidas me quedaron las letras pegajosas del fenómeno niño prodigio, mi absoluta fascinación por Madrid Capital del Reino y, sobre todo, ciertas escenas que me gustaba imitar delante del espejo y que, años después, aún me acompañan, o me persiguen, según se mire. Soy yo la que se imagina vestidita de enfermera antes al poner una tirita de vida o muerte para salvar a un ladrón bueno o la que inventa letras imaginarias para decir moñadas con canciones estandocontigocontigocontigo. Todavía, más de veinte años después, soy yo la que tiene que recuperar la voz tras haberme salvado del Titanic. Y es aquí de lo que va mi reflexión.
Escribir, como cantar, es como un músculo. Si lo abandonas, lo fuerzas o lo encapsulas en una fédula se vicia, pierde volumen, se quiebra y puede quedarse tocado para siempre. O para después de un largo reposo. Le pasaba a La Violetera -Cañí Lesson n7 de mi bronquitis de los seis- después de sobrevivir al hundimiento del Titanic (sí, con narices el guión de Arozamena) en mitad del momento más brillante de su carrera. Magullada por la vida y el agua fría, el personaje interpretado por Sarita decidía dejar los escenarios, se perdía entre la muchedumbre gris y un día, por arte de birlibirloque, la redescubrían. La ponían de nuevo junto a un piano y la hacían cantar. Primero afónica, luego -por supuesto- perfecta. Con los dedos algo ateridos después de meses de inactividad y el rostro de Sarita en la cabeza, empiezo a parir letras que primero salen afónicas y luego no salen estupendas porque ni yo soy la Montiel, ni esto es tecnicolor. Hay veces en la vida de una en las que es mejor no escribir, como es mejor no hablar o no pensar. Hay veces en las que vas en el Titanic y sólo puedes sentarte a esperar que se hunda, pillar una balsa y empezar una nueva vida.
La clave es que, quizás de no pensar, de no hablar y no escribir, el músculo de la creación -como la voz- se queda seco, y una siente como miedo. Piensa pensamientos ñoños de menudatontería... Piensa, por ejemplo, ¿A quién le interesará que piense esto? Piensa con pudor púbere y con la cobardía de a quien de tanto pensar le sobran neuronas fritas y le falta entrenamiento. Y piensas y te paras, y lo vas dejando y dejando hasta que un día ya no piensas. O al menos no piensas de esa tristísima manera. Un día alguien que recién conoces te dice que se ha visto en los reflejos de un iceberg o que conoce a una mujer hiedra. Entonces, contaminada por las triquiñuelas de tu abuela, te acuerdas del hilillo de voz de Sarita Montiel, y decides volver a entreabrir los ojos y sentarte junto al piano.
Vas viendo entonces que las frases célebres siguen ahí, también los hombres proyecto, las mujeres bala, el balido falso de la oveja negra... Los personajes de la Estrella que me encuentro en cualquier vagón: El hombre palanca, la chica que muda, la madre, el niño, la vieja... Todos me siguen tirando del pelo sólo que hago que no me doy cuenta.
Hoy en Barcelona un sol tímido se asoma por la ventana sin cortinas del salón. Leica lo mira repanchingada -como perra panza arriba- y siento, y quizás tampoco dure, que, como cupletista rescatada del Titanic, necesito dejar escapar un gallito o dos hasta encontrar el tono. Siento que vuelvo a querer que me hagan cosquillas las letras.
sábado, 27 de octubre de 2012
miércoles, 3 de octubre de 2012
El hombre iceberg, el trombocid y el agua dulce
El iceberg es una masa de hielo dulce que se desplaza empujado por gélidas
corrientes marinas. El hombre iceberg es la mejor forma que se me ocurre para
definir a ese ser de pocas palabras cuyas motivaciones últimas hay que intuir
–como a la masa hundida- so pena de chocarnos en una dramática y sangrienta
colisión polar. El iceberg es una plataforma flotante desgajada de un glaciar,
el hombre del mismo nombre es un ser moldeado a la medida de sus circunstancias
–como todos, por otro lado- que decide un día simplificar su interfaz para
pasar por práctico, por sencillo, incluso por tonto o simple. Aquí estoy, soy blanco y algo frío, no hay
más. No soy una isla llena de barros y bichos raros como tú, no me pierdo en
eternos debates sobre quién tiene la culpa de los mosquitos del manglar. Una une sus destinos a los del hombre iceberg pensando que le puede venir bien
ese paisaje zen del pensamiento en blanco. Esas colinas esculpidas de formas
limpias, esa claridad de mente tan distinta a su isla de raíces desordenadas y
caóticas… La ligereza, el desprendimiento. Pero un día, mientras nada entre las
contradictorias aguas de su relación –para hacer metáforas tenemos rendirnos a
escenarios surrealistas de focas y peces tropicales- se da en la espinilla. No
está sucia ni tiene tierra pegada, sino helada y manchada de sangre. Mira al
hombre iceberg –de arriba abajo porque está muy cerca- y le pregunta:
-Uy… ¿y eso?
-¿Eso qué?
-Eso… Toda esa masa que hay bajo el agua.
-Ah… Eso. No es nada.
-¿Cómo que no es nada? Si acabo de hacerme un siete en la espinilla. Mira,
mira… ¿Cómo vas a andar con todo eso ahí abajo? Tendrás que mirártelo… ¿No te
duele? A ver si me voy a volver a hacer daño…
-Ten cuidado y ya está.
-Bueno, cariño, pero es que no sé qué forma tiene. Vaya, como decías que Loquevesesloquehay,
no me esperaba esté montón de hielo…Tendremos que sumergirnos, a ver qué pinta
tiene…
Agarras aire e impulso para lanzarte a las profundidades pero te das cuenta:
no se ha movido. Se ha quedado muy quieto mirándote con esa cara de témpano que
sólo él sabe poner. No piensa tirarse contigo. ¿No quieres saber qué hay ahí
abajo? El hombre iceberg no te contesta, con los años descubrirás que era una
torpe estrategia para ganar tiempo, para permitir al azar colar algún elemento –un
oso polar, un colibrí- que te desconcentre del propósito, que te entretenga con otra cosa. Sofocada por la fuerza de lo evidente te pones nerviosa, hay
toneladas de hielo inesperado y quisieras, cuanto menos, conocer la geografía y
evitar tropiezos.
-Claro que tengo mis cosas… ¿Qué creías? ¿Qué era de hielo? – [Disfruten un
momento del chascarrillo]
-Bueno, pero si está ahí, podemos hablar de ello. No me has dicho si te
duele… ¿Has pensado que pueda tener que ver con los hematomas que de vez en
cuando nos salen en las piernas?
El hombre iceberg ya no contesta, no piensa reconocer que descubriste un
inhóspito paisaje de complejidades, que también lleva una mochila cargada de agua
y que de vez en cuando le destrozan las rodillas. Semanas más tarde, cuando
regresas al ataque con tu Posgrado en Iceberología Práctica ya sabes que
esconde una octava parte de sus motivaciones, digo, de su tamaño; ya sabes que es
capaz de sacar la cabeza al sol porque su forma sólida es más densa que la
líquida –es de firmes principios y buen corazón- y que no terminó en los fondos oscuros
de las fosas oceánicas gracias a la polarización de la molécula de agua. Cuestiones
de electricidad, desde el principio te pareció que tenía chispa… Cuando
regresas al ataque con tu manual de instrucciones es cuando más golpes te das.
Si lo sé no te lo enseño. ¿Pero cómo lo
vas a ocultar? Te preguntas, le preguntas. Para entonces ya sabes que un
iceberg puede encallar contra un Transatlántico y cepillarse a 1512 personas y
que es posible que, al final de la película, no haya sitio para los dos en el
tablón. Echas al mar los apuntes y procuras morderte la lengua en las siguientes
colisiones, digo ocasiones, en esos derroches de complicada sencillez que ahora
sabes que no es cierta. No es casual esa mirada, no es casual ese olvido, ni el
gesto, ni el bufido, ni la caricia. Disfrutas en esas tardes de mimo y sofá en la que se deja caer un trozo y lo mezcláis con un gintonic y alguna confidencia. Te compras rodilleras y te das crema.
Fantaseas con que un día te muestre un mapa
pero sabes que hay temperaturas en las que da miedo hacer submarinismo. Sabes
que en el fondo es agua dulce, muy dulce, le quieres por eso, ¿no es cierto? Sabes,
en definitiva, que te toca moderte la lengua. Esqueerestancompleja. Esotepasapordarlevueltas. Entonces miras de soslayo el vastísimo sótano de hielo bajo
sus pies y sonríes.
-Ya sabes Loquevessóloesunapartedeloquehay.
-Sí, menudo rollo… Con lo tranquilo que vivo yo.
-Ya. Oye, ¿me ayudas a ponerme trombocid en el morado?
-Sí, claro, cariño -te encanta que te unte crema con sus manos de agua tibia- Menuda hostia te has dado, ¿ehn? A ver si caminas con
más cuidadito…
viernes, 31 de agosto de 2012
Querer creer
-Nena, ¿tú crees que la gente cambia?
-Sí, claro. Los hay que para peor y los hay que para mejor.
-Pero la naturaleza de cada cual...
-Bueno, expresémonos mejor, la gente no cambia, la gente es materia, así que ni se crea ni se destruye, se transforma.
-Sí, claro. Los hay que para peor y los hay que para mejor.
-Pero la naturaleza de cada cual...
-Bueno, expresémonos mejor, la gente no cambia, la gente es materia, así que ni se crea ni se destruye, se transforma.
lunes, 9 de julio de 2012
Resaca Autoinducida Vol II
-Tienes mala cara, ¿dormiste mal?
-Bueno, tuve bronca en casa anoche.
-Oh… Vaya, mujer, paciencia… Todo tiene arreglo.
-Supongo.
-En serio… Todo pasa. ¿Algo grave que me quieras contar?
-No, nada… Si esto viene de largo. Es conmigo.
-¿Cómo?
-Que la bronca la tuve conmigo, conmigo misma. Estoy a punto de darme un ultimátum.
-Que la bronca la tuve conmigo, conmigo misma. Estoy a punto de darme un ultimátum.
jueves, 14 de junio de 2012
Más o menos algo así...
-Siento mucho mi manía persecutoria y lo de las patadas por
el tic nocturno. Sé que te agobio un poco y que no te dejo dormir.
-Tranquila, no pasa nada. Yo también sé que no es agradable
lo de mi fobia social. Y entiendo que no debió ser fácil cuando descubriste los
pelos verdes que tengo en la espalda…
-Pues no… Bueno, intentaré seguirte menos.
-Y yo ser menos fóbico. ¿Sabes? A veces me gustan tus
patadas.
-Y a mí tus pelos.
viernes, 1 de junio de 2012
La princesa, las pelusas y el armario
Está metida en ese rincón del
armario junto a la horquilla oxidada y el puñado de pelusas. La imaginamos más
fresca, con el vestido blanco o rosa, mejor peinada, por supuesto. La
imaginamos con la cara lozana y fresca. Virginal, feliz, buena, bella,
perfecta. Lleva los encajes de ese tiempo en el que nos gustaban los encajes.
Los zapatitos blancos de niña buena. La sentimos dentro del corazón de nuestro
armario y gustamos de acariciarla y alimentar su mundo. Es fácil. Sólo hay que
encender la tele, enchufar una peli. Sólo hay que sentarse a recibir caricias
de color rosa y olor a fresa. Películas de arrebatados finales felices,
canciones de corazones rotos que resucitan por mor del amor eterno, leyendas
sobre otras criaturas adorables que, desde la torre de su castillo, esperan el
dorado final feliz en forma de príncipe inmaculado y valiente. Nosotras no nos
damos cuenta, porque hace demasiado tiempo que está ahí, pero nuestro corazón
late al compás de sus palmitas. Al ritmo que marcan sus expectativas cumplidas,
los encuadres donde todo tiene su correspondiente color pastel y dónde en cada
borde se pueden leer palabras de amor, de amor verdadero, of course. El amor de
la única manera en la que ella lo entiende.
Todas –permítanme la injusta
generalización- tenemos una princesa dentro del armario. Una criatura más o
menos acicalada que tamiza y a veces machaca nuestros pasos por el mundo. Alimentada
por esta industria cultural de mujeres elegantemente atadas por invisibles hilos de oro
y plata –un material muy propio de la indumentaria monárquica-, nuestra
princesa puede nacer en nuestra mismísima cuna. Puede echar a andar en ese
momento en el que se despliegan los mecanismos inconscientes del enamoramiento
materno -que luego pasa a ser paterno y si cabe más princesil- para sellar para
siempre su vinculación con ese universo patriarcal que ya está
tan dentro nuestro que ni lo vemos.
Las princesitas de nuestro armario pueden
tener mucha o poca suerte. Pueden entroncar con una aristocracia similar que
las llene de halagos y ser felices para siempre jamás o pueden dar en hueso.
Véanse esos casos en los que una princesa ve la luz en un entorno hostil en el
que nadie reconoce –ni celebra- las peculiaridades de su especie. Véanse esos
casos que son la mayoría. Casos en los que las princesas del closet sufren
secreta y más o menos calladamente hasta limitar su actuación a ciertos momentos
clave, ciertas situaciones límite, en las que reclaman su posición de divas, el brillo de sus encajes, el amor de la única manera en la que ellas
lo entienden.
Nuestra princesa heredada vive en el fondo de nuestro armario y, como la mayoría no sabemos que existe,
no nos paramos a mirarla. No sabemos que es ella la que inspira muchos de
nuestros desaires, ese catálogo de frustraciones de sentirnos no suficientemente
cuidadas, queridas o celebradas; de necesitar un príncipe que nos halague
y nos haga mimos, que nos regale joyas y nos lleve de paseo. “Pero vamos a
ver, ¿no eres tú la que quiere ir al baile de máscaras? Pues saca las entradas
y ya me dices a qué hora quedamos”. La princesa mira al plebeyo con el que tú
compartes la vida con los ojos llenos de lágrimas. Los taconcitos blancos
golpeando el suelo, llenos de rabia. Se pregunta dónde está la calesa, dónde
está el brazalete de magnolias, en qué lugar quedó ese príncipe que le prometieron llegaría y que no se parece en nada a este individuo imperfecto y algo
perdido que tú frecuentas. “Te mereces algo mejor”, susurra entonces la
criatura sumiéndote en una confusión extraña en la que todo tu mundo, tus
referencias, se dan la vuelta. La princesita saca la artillería, el catálogo de
triunfos ajenos que, como estampitas, ha atesorado durante años. “Mira a
Lady tal, mira a Lady cual, son taaaan felices”.
Todavía preguntándote si
sacarás por internet o en taquilla las entradas para el baile antes de que se
acaben las buenas y muy pero que muy confusa, te paras en seco. ¿Lady qué? Observas las estampitas amarillentas y gastadas por los bordes, la vida de esas mujeres
metidas en burbujas -las señoras de, la asustadas, las niñas eternas, las
felices casadas, las madres abnegadas, las workaholics solitarias en busca del
galán perfecto- y sabes que tienes un poco de todas pero también un poco de
otra cosa. De esa otra cosa que te hacía jugar con princesas pero también grabar
en el casette imaginarios programas de radio, inventar canciones y escribir
historias de naúfragos. Te das la vuelta y la miras de frente. Sus cabellos desmadejados
por el tiempo, su vestido gastado, las ojeras moraditas debajo de los ojos y
los bracitos enclenques. Sabes que, como a ti, a tu princesa también le ha dado
algún golpe la vida. Y te das cuenta de que lo ha llevado bastante peor que tú. Tiene los ojos
vidriosos y el vestido sucio, esa pátina triste de vivir en un mundo antiguo,
en el que las estructuras hacen mucho tiempo que no valen. Aferrada a esa tóxica forma de amor que es la única que ella entiende.
Tienes la tentación
de hacerle cosas malas, de librarte para siempre de ella y sus caprichos.
Esa noche no puedes dormir. Las
dudas te asaltan. La opción de cargártela es una especie de eutanasia parcial y,
bueno, ahora que la has visto de cerca sabes que no tiene tanto poder, que no
es tan fuerte. Al día siguiente te tomas un té con ella y le planteas un pacto: "Te dejo
ver alguna peli moña, pasar horas en L´Occitante y controlar mi Pinterest pero
porfa, no me machaques tanto”. Ella deja caer los ojos, nunca dirá que sí
porque las princesas nunca ceden, son orgullosas y desdeñosas por naturaleza. Inmutable
en tu postura, vuelves a mirarla con cierta lástima y te das cuenta que le
tienes cariño. Alargas la mano para retirarle alguna pelusa que le asoma por el pelo. Aunque sepas que volverá a escaparse del armario, que
habrá veces que no podrá controlarse y te martilleará en la cabeza con su desgastada corona, le tienes aprecio. Ella no sabe lo bien que una se siente cuando usa su VISA y sus patitas para ir al baile, cuando se escapa del castillo, decide su destino y no necesita estar divina para agradar a nadie. Antes de irse, lánguidamente, te toma con
su manita blanca y helada para entonar su dramático adiós: “De acuerdo, pero no todo mi reino ha sido malo”.
La ves alejarse con su vestidito
roidito y su tristeza y sonríes sin que ella te vea. Tiene razón, no todo su
reino ha sido malo y hay hasta algún consejo del que no piensas
desprenderte. Uno: jamás te fiarás de ninguna vieja que te ofrezca una manzana, de hecho, no te fiarás de nadie que gratuitamente te ofrezca una manzana.
Dos: procurarás frecuentar príncipes o plebeyos que, aunque destronados, abdicados y confusos, sean capaces de tener algún detallito.
Por que si no, How do you know he loves you? :b
Por que si no, How do you know he loves you? :b
jueves, 12 de abril de 2012
Fórmula magistral
Alto potencial intelectual + vida aburrida = ideas obsesivas.
De Carmen, a través de Anul Un.
jueves, 22 de marzo de 2012
Entender, confiar
Él siempre me lo dice y yo no le termino de entender. Todo va a está bien cielo, todo va estar bien. Yo no le entiendo porque en ese momento estoy cansada, o triste, o ansiosa, y le escucho pero no le oigo. O le oigo pero no le escucho, no sé... Me lo dice en mensajes de color gris que llegan a mi móvil, me lo dice también al oído porque a veces necesita romper la ambiguedad de tanto texto corto. Porque en este mundo loco en el que hemos caído es fácil creer que tenemos algo que ni tocamos, que somos algo que no sentimos, que formamos parte de algo -por inmersión o por evasión- que es humo, fruto de lo circunstancial y del azar, del capricho de algún publicista, o algún guionista con ganas moldear nuestra vida. Es fácil vivir una vida pública maravillosa y una vida íntima que es un desastre. Es fácil crear siluetas agradables y circunstaciales con las que bailar perfectos y es fácil huir de aquello que nos sacude, que nos ponen un espejo. Es fácil huir de aquellos que saben cómo saben nuestras lágrimas y, aunque las aceptan, nos la recuerdan.
Y un día te topas con esta foto y sabes que, a pesar de todo, sí que entiendes lo que él te quiere decir, lo entiendes perfectamente. Aunque tu resistencia haya querido aferrarse a modelos que no valen, que ya demostraron que no valen; aunque la resistencia de otros te machaque la cabeza y el corazón. Modelos que hablan de lo que otros eligen, exigen, para uno. Modelos que pulverizan tu cabeza, modelos que se nutren del miedo, de la vanidad o del apego. Modelos para sentirnos incompletos, o para creernos libres cuando estamos presos.
Modelos diseñados todos para que se nos olvide que nuestro mayor enemigo está siempre dentro de nosotros mismos, vestido con nuestras mejores ropas. Alojado en ese disco duro imperturbable que son nuestras creencias, nuestras ideas, nuestros miedos, nuestras etiquetas. Esa heredada concepción del mundo en la que las cosas siempre parecen más complejas de lo que realmente son.
Estar bien. Aceptarse, reconocerse, dejarse ir. Aceptar, reconocer, dejar ir. Dejar de malgastar segundos pertrechados en esquemas que no nos valen. Amarse, amar. Aprender a acoger y también a decir adiós.
Aceptar que estamos bien, que todo va a salir bien.
Conocer cual será el final de la película y saber que, aunque no lo parezca, es lo mejor que te puede pasar.
Estar bien. Aceptarse, reconocerse, dejarse ir. Aceptar, reconocer, dejar ir. Dejar de malgastar segundos pertrechados en esquemas que no nos valen. Amarse, amar. Aprender a acoger y también a decir adiós.
Aceptar que estamos bien, que todo va a salir bien.
Conocer cual será el final de la película y saber que, aunque no lo parezca, es lo mejor que te puede pasar.
Foto tomada en el Paseo Marítimo de Cádiz y compartida por la Biblioteca de la UCA en Facebook.
lunes, 6 de febrero de 2012
Arreglar el mundo I
En un bar.
-El cine es la mayor metáfora del mundo actual Bueno, el Carnaval también...
-¿En qué sentido?
-En el sentido de degradación.
-¿Cómo? Creo que me he perdido...
-En el sentido de la degradación de la especie humana... Se invierten millones y millones de dólares al año en hacer películas. Se podrían hacer cosas geniales, maravillosas, pero se opta por la mediocridad y la medianía. Es la gran clave de la sociedad que nos rodea.
Ea...
-El cine es la mayor metáfora del mundo actual Bueno, el Carnaval también...
-¿En qué sentido?
-En el sentido de degradación.
-¿Cómo? Creo que me he perdido...
-En el sentido de la degradación de la especie humana... Se invierten millones y millones de dólares al año en hacer películas. Se podrían hacer cosas geniales, maravillosas, pero se opta por la mediocridad y la medianía. Es la gran clave de la sociedad que nos rodea.
Ea...
martes, 31 de enero de 2012
Melodía de la semana
-Pero quizás si hubiera tenido más suerte…
-No- me interrumpe- Los conflictos nunca se resuelven si no es afrontándolos. Ninguna persona dañada se cura por el amor de otro, ni porque tenga un hijo, ni porque le toque la lotería. Y si en una generación no se resuelve un nudo, este se hace más grande y más grande, y se perpetúa en las demás.
-No- me interrumpe- Los conflictos nunca se resuelven si no es afrontándolos. Ninguna persona dañada se cura por el amor de otro, ni porque tenga un hijo, ni porque le toque la lotería. Y si en una generación no se resuelve un nudo, este se hace más grande y más grande, y se perpetúa en las demás.
Abro mucho los ojos, me siento agotada y vencida pero, aún así, pregunto:
-¿Para siempre?
-No, para siempre no, sólo hasta que a alguien le da por resolverlo. En el fondo es muy sencillo pero da mucho miedo.
-¿Para siempre?
-No, para siempre no, sólo hasta que a alguien le da por resolverlo. En el fondo es muy sencillo pero da mucho miedo.
-Vaya... Es un alivio...
Y con esta melodía semanal confirmamos:
1) Que será difícil que vuelva a creer en las soluciones mágicas, la suerte y los atajos.
2) Que el cantante de Love of Lesbian es un neurótico consciente y en proceso de curación.
3) Que esta canción y este vídeo son la caña.
Y con esta melodía semanal confirmamos:
1) Que será difícil que vuelva a creer en las soluciones mágicas, la suerte y los atajos.
2) Que el cantante de Love of Lesbian es un neurótico consciente y en proceso de curación.
3) Que esta canción y este vídeo son la caña.
4) Que terminaré comprando este libro.
Cuestiones de familia
Nunca te callas, vuelves a insistir,
ya ni respetas los días como hoy,
no nos reunimos para debatir
cuestiones de familia que
del antes pasan al después.
Especialista en aumentar la tensión,
tanto si callas como si hablas por dos
todas tus frases siempre acaban con
cuestiones de familia que
se evitan una y otra vez.
Tengo un plan,
digo "lo siento, ya me han vuelto a llamar",
y me levanto haciendo ver que es verdad,
simulacro de evasión
en mi antigua habitación.
Y una voz te dice: "ven ya,
no te hagas notar, hoy no, hoy no".
¿Cómo hablar y estar ausente?
Es mi actitud.
¿Cómo hablar y estar ausente?
Dímelo tú.
¿Sabes a quién te pareces?
¡Yo no quiero parecerme!
¿Sabes a quién te pareces
con tu actitud?
Y ahora tú,
preguntas si aún te aprecio y yo
pretendo desviar la atención
diciendo que ésta no es la cuestión.
Sólo son cuestiones de familia,
son comunes por definición,
en tablas el rencor y el perdón.
¿Cómo hablar y estar ausente?
Es mi actitud.
¿Sabes a quién te pareces?
¿Sabes a quién te pareces?
Conclusión:
La vida va deprisa
es dura
y la familia
no se elige
Love of Lesbian
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