jueves, 22 de enero de 2009

Melodía de la semana



Cuando amas las ciudades se descubren cálidas y mullidas, las calles y rincones adquieren significados insólitos y el escorzo de una plaza puede erizarte el corazón.

Cuando amas su espacio se vuelve radiante, magnífico... Sólo porque él vive allí...



On the Street where you live
I have often walked down this street before
But the pavement always stayed beneath my feet before
All at once am I several stories high
Knowing I'm on the street where you live

Are there lilac trees in the heart of town
Can you hear a lark in any other part of town
Does enchantment pour out of every door
No, it's just on the street where you live

And oh, the towering feeling
Just to know somehow you are near
The over powering feeling
That any second you may suddenly appear

People stop and stare. They don't bother me
For there's no-where else on earth that I would rather be
Let the time go by; I won't care if I
Can be here on the street where you live
Can be here on the street where you live
Can be here on the street where you live

Frederick Loewe y Alan Jay Lerner

My Fair Lady


Bueno, no tiene el magnetismo cultureta del Profesor Higgins pero es que esta canción me encanta y este pretendiente me resulta tan... entrañable...

La herencia ancestral

Supongo que una fagocita demasiado pienso sentimental como para que a ciertas alturas de la película -esas alturas en las que salen las primeras líneas de expresión, empiezas a descreer que las cosas mejoren y todo el mundo comienza a hacer bromas con las fórmulas de cocción del arroz- sea capaz de pensar por su cuenta. Si todos los finales felices terminan con un beso en el Empire State y una casa con perro y niños, no es raro que a una le cuesta trabajo adaptar tales categorías cinematográficas a su prosaica vida de superviviente. Una cree que, al final, "las cosas se arreglarán", "los malos la cascarán", "el chico guapo se quedará con la fea simpática", y "alguien encontrarás que te dé lo que tú necesitas". Alguien que dibuje y coloree esa vida idílica de casa adosada, trabajo maravillosamente pagado, cuenta en la boutique pija y encantadores bebés que, en tus brumas mentales, no se hacen caca ni pipí.

La basura cultural de este mundo adorador de ídolos -a la tele me remito- termina por establecer perversas categorías mentales que, como si de vallas para el ganado se tratara, conducen tus acciones y tu pensamiento hacia ese happy end que alguien te ha escrito en sangre que mereces tener. O mejor, dicho, que alguien ha escrito en sangre que es la única forma de happy end.
Así las cosas, una puede tener un trabajo estimulante, una vida rica en actos sociales, una librería interesantísima, un instinto maternal propio de loba romana, una conexión wifi y un armario envidiable y echar de menos "la protección" de un señor X que imaginamos capaz de cubrir todos nuestros vacíos. Aunque ya los tengamos cubiertos.

"Oh... desgracia. Oh... incomprensión. Todo el mundo ve que mi vida es fantástica pero a mí... me falta algo". Me falta que algo cuaje con ese maromo al que jamás hubiera echado la mano encima de haber tenido 15 años menos pero que hoy -por el mágico efecto de nuestra hipoteca ancestral- resulta más guapo, más limpio, más suave, mejor. "¿Cómo puede estar con aquel tío?", se preguntan algunos cuando ven salir de la Iglesia a la extraña pareja formada por la jueza cultureta y el comercial de piensos fanático del F. C. Deportivo Pan con Migotes. Los más románticos miran al vacío y sueñan con la utopía anarca de la no cultura: "hay algo más allá que nos conecta como seres vivos..."

Ja... piensa una cuando sabe que el intimo mundo interior de cada uno no tiene puertas de conexión. Cuando sabe que no se trata de aficiones distintas, sino de distintas formas de mirar el mundo, distintas aspiraciones, admiraciones y hasta ritmos sexuales, distintas razones que te hacen latir el corazón... Distintos mundos que se vuelven uno cuando se cuenta, por fin, con un pedazo de carne que convertir en nuestro happy end, que convertir en padre, compañero de cenas y razón para sentir, muchas décadas de lucha de género en la cuneta, que por fin eres una mujer completa.

Completa aunque te estremezcas más hablando por teléfono con tu mejor amigo que cruzando en crucero el mundo con él, completa aunque tu lista de amantes se alargue hasta el infinito, completa aunque sientas cierta vergüenza de su afición a las camisetas sintéticas del equipo local. Aunque te sientas incomprendida, vacía, estafada por esta peli en la que -caray- no ganan los buenos ni tampoco devuelven la entrada.
Completa aunque a los cincuenta descubras que tal vez hubieras estado mucho mejor sola.

Herencia ancestral, estructuras de género. Basura cultural para hacernos más vulnerables, más dependientes, en definitiva, más pequeñas.

martes, 20 de enero de 2009

Frases célebres

Chapa: "En Francia para trabajar, hay que hablar francés; en Cataluña para trabajar, hay que hablar catalán y en Cádiz para trabajar, hay que tener enchufe. Cada uno con su idiosincrasia..."

lunes, 5 de enero de 2009

El hombre palanca

La palanca es una máquina simple -rudimentaria y prehistórica- perfecta para multiplicar la fuerza. El miedo a la soledad -al fracaso, al envejecimiento- es una plaga virulenta muy propia del siglo veintiuno. Ambos ingenios se complementan en un concepto que, cada vez con más insistencia, se produce entre los grupos sociales que me circundan. La expresión Hombre Palanca -de nuevo aviso su capacidad para denotar versiones femeninas- sirve para denominar a aquel ser que, como el mecanismo P x dp = R x dr, sirve para aplicar y concentrar nuestra fuerza en el levantamiento -y con él, expulsión- de un cuerpo demasiado pesado como para desplazarlo con un empujoncito.
El cuerpo demasiado pesado es normalmente una relación más o menos consolidada. Un proyecto de vida naufragado a costa de postergaciones, egoísmos y mentiras piadosas que hace mucho tiempo que va a la deriva sin que nadie haya tenido narices de hablar del tema. El Hombre Palanca -el Ser Palanca para ser políticamente correctos- aparece en forma de encantador compañero de trabajo, parlanchín partenaire de estudios, amigo de un amigo presentado en una cena o vecino amable que te pregunta que tal mientras te sujeta la puerta.
El hombre palanca suele estar soltero, sin compromiso, suele disfrutar de las mieles de una independencia casi hollywoodiense y encarnar todo un catálogo de actividades más o menos intelectuales, más o menos deportivas, más o menos sociales, con las que la individua emparejada siente, de repente, una profunda y ancestral empatía. "¿Coleccionas sellos? Me encanta". "¿Eres un especialista en las migraciones de aves del norte de Europa? Jo... cómo he tardado taaanto tiempo en conocerte".
Debido a la fuerza ejercida por el punto de apoyo, también llamado fulcro, el ser que hasta entonces había compartido tus suspiros se convierte a partir de ese momento en un individuo devaluado y devaluante, cuyos hobbies son ridículos, cuya conversación resulta aburrida y su barriguita un cúmulo de lípidos absolutamente ajenos. Mientras las conversaciones se alargan con El Hombre Palanca y los mensajes al móvil multiplican tu factura, la fuerza aplicada va aligerando el peso de aquella decisión tan radical, de aquel corte por lo sano que semanas antes te hacía temblar las piernas.
Y como el peso es ligero, ligerísimo, el desplazado no vale nada, y como se tiene El Hombre Palanca para tomarlo del brazo y no sentirse deshermanada, las cosas ocurren de manera turbadoramente natural, extraordinariamente rápida.
Al menos, para una de las partes.
"Sí, lo hemos dejado, de mutuo acuerdo. ¿Con EHP? Bueno... no... es un amigo... pero nada serio..." Mentira. Estudios científicos que no sé si se han hecho, confirman que en la mayoría de los casos el agente expulsor, aquel que aplicó la fuerza a la palanca y le dio al tipo su número de móvil sabiendo perfectamente la verdadera intención, sólo quiere sustituir un peso por otro.
Si tiene suerte, la siguiente expulsión es rápida e indolora, deja espacio para la construcción personal, el cultivo de las artes, la juerga y la independencia. Si no, empiezan los problemas. Es entonces cuando en la relación recién estrenada resuenan los chirridos, los desajustes, los desórdenes. Los efectos colaterales de intentar adaptar un cuerpo al molde dejado por otro. La cosecha anémica de quién no se atrevió a dejar el corazón en barbecho.
Empieza -salvo en misteriosos casos de perfecto acoplamiento- la crisis estructural de un modelo de relaciones habitualmente coronadas con matrimonio, hijos y cuernos a los cuarenta. Relaciones forzadas que aseguran compañía durante la cena, descuentos en el cine, acompañantes en bodas y viajes y otras muchas versiones del amor a duras penas. ¿A te que suenan?