miércoles, 30 de marzo de 2011

Cosas buenas

Esta mañana, lentita, pero encantada, debe ser por mi cojera pero tooodo me recuerda a la dificultad de movimiento, he disfrutado de la primera crítica en prensa de La estrella invitada en el Diario de Cádiz. Pronto el libro cumplirá un añito pero eso quiere decir que sigue vivito y que aún hay gente que se lo encuentra, lo lee y tiene a bien darle un empujón.
Muchas gracias a PiliB por su letras. Y ya que me pongo, sigo esperando de ella que algún día nos cuente la teoría de los colores de este libro. Mola mogollón.

Fútbol, penaltis y tarjetas

Javi dice que las relaciones son como el fútbol. Sólo importa, a efectos de sanción, lo que uno hace a conciencia, con todos sus sentidos. Si, por accidente, cosas del destino o la gravedad, uno agarra al contrario, el árbitro no tiene porqué pitar penalti. Otra cosa es que uno se abalance de forma intencionada y, a sabiendas, le ponga la mano encima. ¿Tú crees que lo hizo a posta?, se pregunta, me pregunta. Javi habla muy seguro, suele hacerlo cuando expresa una de sus rumiadas teorías sobre la vida, el mundo y sus habitantes, mientras agarra la taza de té de Mickey que -no sé si se ha dado cuenta- chirría violentamente con esa voz suya salida de alguna oscura caverna. Entonces sonrío porque, a veces, cuando se está nervioso, se necesita llorar o reír y, a veces, cuando se está nervioso, una cosa no está demasiado lejos de la otra.

Hacer un penalti involuntario. Y bueno, supongo que aquí habría que dejar un espacio merecido a la asociación inevitable de ideas: jaja, un penalti involuntario, pues haberte puesto un condón. Bromas facilonas aparte, en las relaciones, en todas, solemos agarrar en algún momento la camiseta del contrario, impedir su movimiento, rebelarnos. Bromas facilonas aparte, todos, alguna vez, recibimos el empujón -una mano voluntaria o involuntaria- que nos tumba. Varias palabras que unidas se vuelven desagradables. Una voz por encima del tono habitual. Una mirada que nos turba. Una debilidad expuesta sobre el tapete. Una espalda justo en el momento en que tienes la mano tendida. Alguien que, junto a su entrenador o no, se ha sentado a estudiar nuestros movimientos, tiene asimilados nuestros puntos flacos y sabe en qué sitio exacto aplicar la presión para que caigamos sobre el césped. Si el movimiento es consciente o no, la verdad, se me escapa. Y no como mordedora de graminias con puños apretados porque, reconozcámoslo, no siempre es uno la víctima. A veces es uno el que deja escapar la mano, el que se excede, el que golpea. Como diría aquel profesor de Estrategia parafraseando una de las biblias de la agresividad posmoderna, a veces es uno el que ataca "usando la espada del contrario". Abriendo el cajón de los secretos, abusando de la confianza con la que un día nos dieron la llave.

Romper las reglas, quebrar tan sólo por unos instantes el pacto tácito de las relaciones, supone jugar sucio, haya o no una estrategia premeditada que guíe nuestros actos. Hayamos tenido o no esa reunión táctica en el vestuario. Se nos enseña que tenemos que aprender las instrucciones, se nos enseñan reglas, de cortesía, de simpatía, de empatía. Maneras de disfrazarnos para no parecer demasiado agresivos, demasiado egoístas, demasiado humanos. Llegamos al campo para jugar un partido amistoso, sabemos que quizás compartimos el mismo equipo con el contrario, llegamos con las reglas sabidas y, aún así, por efectos de la gravedad, de la ingravidad o de la ira, agarramos su camiseta para que se caiga al suelo. Deliberada o instintivamente. En un puñado de segundos, a veces apenas dos o tres, en los que nos da un poco igual si frustramos la jugada de nuestro adversario, si le hacemos comer hierba, si le cortamos las alas. Porque, atentos a la semántica, sobre el campo -partido amistoso o no- ya es enemigo, oponente, adversario.

En el fútbol real, no siempre para el bien del juego, un árbitro sentencia las intenciones del que agrede. En la vida, en la que no hay vídeos para revisar jugadas aunque sí comentaristas deportivos en forma de sufridos amigos en mitad de la contienda. Testigos más o menos involuntarios, hartos a veces de ver tragarse el mismo juego. En la vida, en la que no hay vídeos aunque sí imágenes que se repiten como una pauta, está uno y sus circunstancias, uno y su sensibilidad, uno y su rabia o su orgullo. Uno con uno mismo, normalmente a solas y con poco tiempo, para interpretar los hechos. Siempre sesgados, construidos con pruebas de menos.

Ahí es donde entra el instinto, las mochilas llenas de secretos, los miedos, las dependencias. Es ahí cuando uno sabe si es un árbitro duro o blando, si se merece o no el uniforme negro. Es ahí cuando aprendes, dependiendo de tu rol en el campo, que al cometer la infracción, durante esos segundos, no eras tan bueno como pensabas, ni tan humilde, ni tan justo. Es ahí cuando, sobre el suelo y derrotado, decides si será penalti, si será falta o implicará tarjeta. Hay que pensarlo bien porque, con ella se acerca la expulsión y, seamos sinceros, no siempre uno es tan valiente, aunque el otro lo merezca.

viernes, 4 de marzo de 2011

jueves, 3 de marzo de 2011

Pedales y más cosas


Perder los hábitos es una cosa malísima. Ya lo dice el dicho, las personas somos animales de costumbres. Hasta los animales como yo, acostumbrada como estoy a cambiar de hábitat, de manada, de guarida… [O eso creía]. Perder los hábitos es una cosa malísima por eso comer en casa, al menos, saber por la mañana que vas a comer en casa, puede parecer algo aburrido pero termina siendo bendecido por una exquisita regularidad intestinal. Por eso el pescuezo duele menos cuando duermes en tu cama, aunque también sea muuuuucho más aburrido. Las personas somos animales de costumbres y perder los hábitos es un riesgo malísimo, que puede desquiciarla a una si el hábito sustitutivo no resulta gratificante o si, directamente, se va al pairo. Es por toda esta verborrea previa que me siento orgullosa de haber vuelto al gimnasio –si es que mis tres meses escasos de asistencia el año pasado pueden considerarse como una costumbre… Sí, mujer, más con lo inconstante que tú eres-. Ayer me volví a subir a la bici de spinning y, gracias a mi deportista colega J, en primera fila. Primero tuve que comprobar que mi ropa sigue desfasada -¿es que no hay vintage en estas cosas?-, que tengo que comprarme el cojincillo para que no me duela el culo, que sigo sin tener guantes, ni botellita de esas del Tour de Francia, ni toallita corporativa. Que en mi gimnasio apagan la luz a las bravas porque aún no han comprado las luces ésas de discoteca…  Sí, es mortal. Llevaba tanto tiempo sin ir que eso de mirarme durante una hora sudando frente a un espejo volvió a parecerme un poco obsceno.
Luego, en el vestuario, satisfecha por no haber desfallecido y después del cuarto de hora de vapor en el baño turco, coincidí con una pandilla de señoras de regreso de la piscina y tuve uno de esos momentos mágicos de comunión colectiva.
Señora rubia con mechas: Bueno, no ha sido tan duro...
Señora rubia con mechas y gafas: Qué va… Ha estado estupendo. Y, sobre todo, –pausa necesaria para que la señora rubia con mechas y gafas coja a la señora rubia con mechas por el brazo y la mire a los ojos- siento que vuelvo a recuperar mi vida. Estoy tan contenta de haber vuelto.
Empujo las cosas en la taquilla y guiño a J.
Pues eso, a darle a los pedales.

martes, 1 de marzo de 2011

Taritas

-Currita, ¿estás bien? No hablo contigo desde el jueves.
-Sí, claro abuela, estupendamente. Una semana de mucho trabajo, un finde muy liada, ya sabes...
-No, claro, sí... Como hacía tantos días que no hablábamos hoy he insistido llamándote. Es que he pensado: "A lo mejor mi nieta está preocupada porque piensa que me he muerto".

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Luego, una puede pasarse semanas, meses, intentando explicarle a su psicoterapeuta porqué tiene esa irremediable, irracional y recurrente inclinación inconsciente hacia el catastrofismo.

-Me crié estrechamente unida a mi abuela. ¿Le importa si alguna tarde vengo con ella?