-Cariño, he estado pensado que, ahora que se acerca el plazo de renovar el contrato, podríamos plantearnos lo de dar un cambio, ¿no? Siempre he querido conocer otras cosas.
-Claro, cielo, yo he estado pensando lo mismo. Ya tengo vistas un par de opciones por ahí… Si te parece, nos pegamos un viajecito romántico, así como para hacer uso de los últimos días del contrato, hablamos con el abogado a la vuelta y rescindimos.
-Buena idea, pero a ver si nos va a dar la nostalgia y nos vamos a echar para atrás…
-Mujer, que ya estamos mayorcitos para cuentos de hadas.
Para quién no lo entienda, que pinche aquí y luego vuelva a leer. Es, como dirían en Méjico, comiquísimo!!!!!!!!
Suenan gritos a uno y otro lado de la plaza atestada de niños. “Esto sí que es un sustituto sano y natural para el Diane 35”, he soltado yo antes de dejar el bolso sobre la silla de metal. Saltamos de un tema a otro, socializamos con otras mesas porque Leica es muy simpática, nos reímos. Años de magia acumulados entre las dos, complicidades de primas postizas. No en vano, ella me salvó la vida en un episodio volador cuando yo apenas si sabía andar… Ella tiene una de las mejores vidas que conozco, o al menos, de las que más me gustan. Hoy tampoco pierde la sonrisa, ni el aleteo de largas pestañas que tiene desde niña, pero se pone un poco más seria. La conversación pasa de la broma -"Hija mía, estamos plena crisis de los cuarenta"- a las veras: "Algo pasa, algo va mal". Me habla de un cambio en la alegría, de una infelicidad latente, que no tiene ninguna razón pero que podría tenerlas todas. No es infelicidad propia pero sí cercana, así que también es propia. Le cuento que guardo una foto terrible: Yo me esfuerzo en sonreír pero a mi lado no. Recuerdo las veces que intentaron hacerme sonreír hasta que se agotaron. Le cuento que la entiendo. Sé que cuesta ser feliz si al otro lado se consumen, poco a poco.
Sin abandonar esa postura tan suya -la espalda muy recta, antes de chasquear la lengua-, ella me habla de una tristeza instalada, de una necesidad de escapismo. “Sólo es feliz cuando estamos de viaje”. Y sonrío sobre la vida breve e inventada que tenemos en los espacios ajenos: unas vacaciones, una fiesta, el fin de semana en casa de unos amigos. Los momentos en los que dejamos de lado nuestra rutina para soñar la vida que podríamos tener si rompiéramos la inercia, si tuviéramos otro trabajo, otra pareja, otra familia, otro coche, otro apartamento. Los momentos en los que somos hilarantes y triunfadores, guapos con dientes muy blancos, ricos por un día. Por un día perfectos, como nos exige nuestro perverso universo de referencia de puntos lumínicos, o píxeles, o lo que sea. El mismo universo de referencia que en un maniobra desquiciante ahora se empeña en que estemos tristes y muertos de miedo.
“¿Has pensado que puede ser un caso de contagio?”. “¿De contagio de qué?”, me pregunta. “Pues de desesperación, tristeza, falta de perspectivas, como quieras llamarlo. De ganas de escapar. Sólo hay que enchufar la tele, leer un periódico, hablar con el vecino. Todos cuentan malas noticias, nadie ve salida, nadie dice nada bueno. Es miedo y más miedo, frustración y más frustración. Todo el mundo tiene ganas de salir corriendo y mandar su vida al cuerno”. Ella se queda seria por unos segundos y asiente. “Creo que tienes razón”. Me imagino que somos pelotas de goma rebotando. Ahora hay que ser el más feliz del mundo, ahora hay que asustarse porque todo está muy mal; ahora ten una treinta y ocho y no envejezcas, ahora resígnate a que los más jóvenes te arrasarán; ahora gasta y carpe diem; ahora ahorra o lo lamentarás; ahora abraza a Peter Pan, ahora besuquea a Oliver Twist. “Es agotador y es complicado que no le afecte… Estamos todos igual”.
Esta mañana, mientras cruzaba las callejuelas en dirección a la oficina, he apagado la radio y enchufado el Goear. “Ya está bueno lo bueno”, me he repetido mientras enfilaba mi camino e imaginaba a ese hombre triste, con una vida buena que le resulta difícil ver. He toqueteado mi aparato fetiche para buscar un remedio, una pastilla de bienestar, una solución en forma de buena canción. Ni erudita ni significante, ni de moda ni top ten. Una canción capaz de salvarme la mañana y rebelarme contra este tedio que ya me ha hecho perder bastante, sobre todo, tiempo.
Con el corazón arrebolado me pregunto qué tiene una buena canción.
Pues que no importa el tiempo que pase, ni importa quién la cante, ni los recuerdos-lapa que traiga. Que es capaz de agarrar tu corazón en volandas, arrancarte una sonrisa, dejar que se te abra el pecho y te sientas, increíble y sinceramente, bien. No importa lo que esté pasando en la calle, ni en tu casa, ni en el telediario, ni en tus tripas. Una buena canción es capaz de hacer que te agarres a esa cosa buena que, como dice Fito Páez, llevas ahí. Hoy una canción ha sido el único antídoto para salvarme, al menos por unos minutos, de este contagio feo, oscuro y gris. Y, pese a quién pese, sigo de buen humor.
He tenido que hacer un esfuerzo para no publicar el clip oficial porque, ya sabéis, está el barbas y toda la fuerza que le pone... Pero es que este clip amateur mola taaaaaaaaaaanto.
Cuando una decide meter el diente, o la piedra pómez, al callo que la trae loca. Cuando encuentra un podólogo dispuesto a dejarle los pies limpitos a pesar de lo que duele eso de que arranquen las durezas, no puede evitar hacer algo así como una evangelización podal a todo el que le rodea. “¿Cómo que vas con esas uñas? ¿Cuánto dices que llevas arrastrando esos hongos?” “¿Quieres que te dé el teléfono de mi clínica?”. Y así, sin quererlo, termina convirtiéndose en una podóloga del CCC como diría la Coronada. La cuestión es que no siempre los callos nos salen en los pies. Entonces, nos convertimos en una especie de Pepito Grillo molesto, de Petete tocapelotas. Algo así como el Morfeo de Matrix pero a lo petardo (bueno, Morfeo es petardo, sobre todo doblado al castellano). Como le decía la rubia de la cuarta temporada a Don Draper: “A nadie le gusta que le recuerden que se puede reducir su vida y su personalidad a un cliché”.
Una tarde en casa de una amiga. Se incorpora una más. Más mayor, con familia. Se supone que nos contaron que, con el tiempo, nos hacíamos más listas.
-Todos los hombres son unos mierdas.
-Hombre, no te pases… No es exactamente así.
-Sí, todos nos hacen daño.
-No, mujer, a ver, para empezar la mala baba no es una cuestión de género. Y además nadie te daña si tú no le dejas.
-¡Ahora voy a tener la culpa yo que él sea un cabrón!
-Bueno, tú sabrías cómo era cuando empezaste la relación con él y, si no lo sabías, quizás te precipitaste al entregarte tanto. O, más aún, sabiendo que era un cabrón como dices, deberías preguntarte por qué estabas con él. Podrías haberle dejado…
-Es que le quería.
-¿Le querías o querías al modelo ideal que habías proyectado en tu cabeza?
-¿Cómo?
-Te pregunto si le querías a él como era, con sus defectos, o querías a la persona que podría ser cuando cambiara.
En este punto la que se quejaba lanza una mirada asesina de Vetealamierdatía¿dequévas? y cambia de tema. Gracias a dios.
La evangelizadora sonríe con cierta cara de haba.
Cuando un elemento del sistema cambia… El resto empieza a cuidarse los pies.
Es complicado y pica muchas veces. Pica, quiero decir, que escuece, que duele un poco, o mucho, para qué nos vamos a engañar. Es complicado pero, quizás por eso, el alivio es aún más agradable, más placentero. Es alivio que al principio es destello y luego paz instalada, en forma de maneras de ver la vida que una, por primera vez, intuye. Es dolor que antecede al bienestar, desamor que antecede al amor. Contrarios que son lo mismo. Blanco y negro. Cerca y lejos. Dentro y fuera. Dentro, muy dentro, donde estás tú solita, muy solita, y donde hay mucha oscuridad deseando que le acerques, por unos segundos, una bombilla, una linterna, una luciérnaga. Vaya, me encantan las luciérnagas…
Es complicado y pica mucha veces pero, alguna vez, también hay regalos. Paquetes que esperan en la casa del vecino. "Las hemos puesto en agua porque hace calor y pasas tan poco por casa..."
Hay golpes de bambú en el centro mismo de tu ego, pero también hay flores...
El hombre más rico del mundo detestaba profundamente el caviar de beluga y el champán francés. En las cenas solemnes que frecuentemente organizaba para agasajar a quienes admiraban su riqueza, procuraba perderse sin que nadie le viera. Recorría a paso corto y cadencioso los afilados pasillos de su mansión, la cabeza y el cuello erguidos, la dirección firme.
Sólo al llegar al ala derecha, seguro de que nadie le viera, apretaba el paso. La nuca helada, la frente confusa. Entonces llegaba a trotar hasta alcanzar agónico el cuarto de baño, inclinarse sobre la taza y, asqueado por el nauseabundo sabor de boca, vomitar.
Hace casi un año que ha salido pero, es una cuestión de percepciones: las cosas no existen hasta que uno las conoce, o por la magia del lenguaje, las pronuncia.
¿Puede ser más bonito? Sí, claro: podría ser mío ;b
Compartíamos cervezas en El Manteca. El poeta llegó nervioso, le estampó un par de besos a la periodista de la coleta -“Encantado de conocerte, así que eres amiga de esta gentuza…”- y atiborró la charla de noticias: el partido, el pueblo que algún día viviría el cambio, la pequeña Julia, el libro… Ese libro que estaba ya en imprenta cuyo título aún no había cerrado del todo. “Es de la Metamorfosis de Ovidio: La criminal pasión de poseer”. El título quedó en el aire, complejo: “Es cómo más se ha traducido el verso al castellano, pero sí, suena complicadillo…”.
El título de aquel libro, preñado de poemas sobre el amor sin dueño y de versos militantes, quedó en mi memoria con aquel nombre difícil de recordar. Capaz de encerrar la naturaleza de un tiempo, el nuestro, como si aquellas letras de Ovidio nos condenaran a no conocer más que los precarios mimbres de esta edad de Hierro, perversa y llena de vacíos.
Amar, poseer, hacer nuestro lo ajeno para cambiarlo para siempre. Ser lo que tenemos, tener lo que somos. Envidiar, desear, admirar para hacer nuestro. Admirar lo ajeno para olvidarlo cuando es propio. Pienso en aquellos versos a menudo, versos para combatir la pulsión de un tiempo. Pienso en aquel título que sirve para explicar tanto. Poseer cosas, poseer sueños, expectativas, miedos. Poseer personas.
Soy una niña y canto una canción triste que no termino de entender. Habla de una mariposa que clavan entre alfileres, de unos labios rojos, los de alguien que no nos atrevemos a volver a nombrar. Y sobre el jardín en flor, oscura y terrible, la figura de aquel coleccionista adicto a la belleza. Un cazador resuelto a atrapar a la más viva, a la más reina, capaz de reducirla y detenerla. Blanca e inerte, blanca e inmóvil, seca, sin vida, muerta.
Me doy cuenta de que todos alguna vez somos cazadores de mariposas. Atrapamos el objeto admirado y luego, perversos, lo clavamos sobre una cartulina negra, sobre el molde de nuestras expectativas, en el marco modelado a golpe de miedos propios y ajenos, en esa pared escaparate de nuestra naturaleza. Todos alguna vez disecamos a la criatura amada para hacerla nuestra. Así, nos convencemos, podremos verla siempre, inmóvil, sumisa, quieta.
Amar la luz para encerrarla, amar la flor para cortarla y luego lamentar que ya no brille, que ya no tenga ese olor tan suyo, que ya no nos estremezca.
Pienso en los versos del Jarra, pienso en el análisis certero de Ovidio, en las criminales pasiones que nos mueven, que nos cambian de papel. Unas veces coleccionista, otras mariposa. La piel se eriza, los parpados se entornan. A veces también me dejé cazar en una red, mostré mis alas ajadas, mis labios secos. Orgullosa de pertenecer –también criminal pasión- a ese museo de breves bellezas muertas.
A veces una charla se retrasa más de la cuenta, a veces, hasta años:
-A mí me enseñó a no tener miedo, a lanzarme y que me importen un pito los demás. A vivir cada día como si fuera el último. En esto era todo un ejemplo. Me enseñó, y no es ninguna tontería, que si la situación lo requiere, hay que reventar la VISA. Pero, vamos Fatimita, a ti tuvo que enseñarte lo mismo…
-Pues no- espero unos segundos- O quizás sí… Y no estaba preparada para entenderlo.
-Tía, qué injusta es la vida... Estaba buscando una canción penca para enseñársela a un colega y me he encontrado con un dúo de Chenoa y Bisbal... Nenaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa... Qué pena me ha entrado de verles. ¿Tú crees que volverán? Este sensiblerío va a matarme.
-A mí me encantaría, como me encantaría que Brad Pitt dejara a anoréxica Jolie y volviera con Jennifer Aniston, y sacaran a pasear a todos los niños, y la otra cada día más canija. Ea.
-Ya, pero Gwyneth y Brad [atentos a la cercanía casi coloquial con la que los cita mi amiga] rompieron de mutuo acuerdo, pero en el otro caso fue la Jolie la que se metió por medio del matrimonio.
-Vale, pero la Aniston tiene cara de cursi y de pasarse toooooodo el día contando calorías. Me parece muy poco interesante la gente que no come. Lo dicho, me quedo con la Paltrow.
- No seas tonta. ¡Todas cuentan calorías!!! Aniston sigue la dieta de los potitos. Me encanta su pelo, su bronceado, su tipín, tiene tres años más que yo... A la Paltrow le han diagnosticado osteopenia, falta de vitamina en los huesos, probablemente por la estricta dieta macrobiótica que sigue y Jolie no come y lleva tatuado en la barriga “lo que me nutre también me destruye”. En resumen: Tres locas y un tío güeno.
-Vaya… [me quedo loca con todo el Máster en Nutrición para Famosas que tiene mi amiga] ¿La dieta de los potitos has dicho?
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Pues eso, tres carreras universitarias y dos master sumados entre ambas. Medio mundo recorrido y miles de lecturas para descubrirse teniendo una conversación de estas con esa amiga que tiene memoria suficiente como para recordar los nombres de todos los actores secundarios de Hollywood.
Pero, ¿Quién se resiste a un petardeo? Como diría MC: No todo va a ser Lacan…
Y, directamente para los paladares más petardos, esta muestra de Estosíqueeraamor. Para los que quieran acompañarnos en este debate intelectualizante, por favor, disfruten del vídeo hasta el final jajajaja
La más infalible echadora de cartas le había predicho que tendría el pelo rubio.
Creció buscándola entre todas las cabezas, escudriñando obsesivo el paisaje de mujeres claras, casi albinas, a su alrededor. Viajando, una o dos veces al año, allí donde las mujeres tenían pestañas transparentes. Un día de marzo, con un pellizco en las entrañas, le pidió a ella -tan morena, tan largas y negras sus pestañas- que hiciera un esfuerzo por entenderle. Era absurdo luchar contra su destino: no habían nacido para estar juntos. Al final de su vida, cuando empezaba a dejarse morir, se dio cuenta, entre la frustración y la vergüenza, de que podía haberle pedido que se tiñera.
Pero existió, y a pesar de su falta de litio, sobrevivió... Debe ser que sigo sensible, pero me parece una de esas historias de superación personal -¿o habría que decir estelar?- con la que acaban los Telediarios.