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Dice el
Eclesiastés -por lo demás, uno de mis libros favoritos– que cada cosa tiene su tiempo. Hay uno "para nacer y otro para morir". "Tiempo para llorar y tiempo de reír", "tiempo de lamentarse y tiempo de bailar", "tiempo de amar, y tiempo de aborrecer"... En la vida, como en el juego, todos tenemos un camino, un espacio sentimental por el que pasar, unas sensaciones que descifrar justo en el momento en el que contamos con las herramientas, con el código preciso. Si te adelantas pero los lazos del destino son suficientemente benévolos, puede que jamás te des cuenta del traspiés. Es lo que suele ocurrirle a la gente sencilla, cruelmente conocida como simple, a la que yo admiro con especial entrega desde que descubrí que era demasiado tarde. Para esquematizar, se entiende.
Determinadas historias, determinados personajes, resultan complejos, tediosos o incomprensibles en ciertos momentos de la vida. Yo, que aborrecí
El Principito para después amarlo irremediablemente, que le cogí manía a las barriguitas que ahora adoro o que siempre me solidaricé con las malas de las películas (eso aún no ha cambiado), entiendo ahora el papel, que siempre de irritó sobremanera, de Josefine March.
Para criaturas no suficientemente familiarizadas con el universo
Louisa May Alcott, recuerdo que Josefine, conocida en la novela como
Jo, es la incorregible hermana que le da calabazas al ricachón simple de turno. El personaje que vive la primera crisis de la emancipación femenina con final feliz dentro la Literatura (el resto de pioneras terminan irremediablemente azotadas por bacilos indeseables y dramáticas muertes por tos)...
Ocupando un lugar fundamental en la trama literaria,
El Complejo de Josefine March -éste sí es cosecha mía– puede entenderse como una reticencia femenina a que las cosas cambien. A que la gente se haga mayor, responsable, aburrida... A que se deje de jugar y de cantar villancicos alrededor del árbol de Navidad (versión clásica norteamericana de lo que hoy podrían ser los cantes en la Plaza Mina cuando ha cerrado ya el último pub del centro).
Como el
Síndrome de Peter Pan pero en versión femenina -Esto es, con final responsable, encauzado, idílico– la dolencia asociada a la hermanísima se identifica con un pavor a las relaciones que cambian el
establishment -sean laborales, amorosas y hasta políticas-, así como por una tendencia a la traca final literariamente ilustrada por un viaje pobre a la ciudad, una incipiente carrera literaria y un romance con un atractivo profesor de literatura paupérrimo y alemán.
Tiene Jo la desventaja de la complejidad, del querer "un algo más" que no se encuentra en el vecino Laurie, tan monísimo y tan a mano -destinado, por otro lado, a apañarse un arreglo con la hermana chica, también la mar de mona–, y la desventaja de la inmadurez de a quien le da miedo perder su mundo y adentrarse en lo desconocido. Donde no hay juegos en el jardín, mañanas de domingo ni conversaciones femeninas hasta la madrugada... mmmm
Dice el Eclesiastés, en resumidas cuentas, que todo tiene su momento. Yo, algo a destiempo, he terminado por comprender los sinsabores de esta mujercita cargante cuyos instantes álgidos pasaba con el FF del vídeo en las mañanas de anginas... Ahora, me solidarizo un poco con ella y con su miedo a que el mundo se transforme bajo tus pies. En el fondo, la literatura siempre tiene las respuestas y, como bien decía mi progenitora frente a mis ataques de ira ante el clásico cinematográfico:"¿No ves que tiene que encontrar su camino?".
En esa estamos.