miércoles, 13 de abril de 2011

La ciencia siempre tiene un nombre...

Proporciona una íntima satisfacción, un regustillo de placer, cuando uno reconoce que ciertas sentencias familiares, ciertas chanzas conocidas, refranes de cuño propio o bromas de circulación interna entroncan con alguna tradición científica o han sido enunciados ya por alguna eminencia. Da tanto regusto que luego una servidora se pasa todo el día repitiendo y repitiendo la cita como si fuera una experta antropóloga, una profesional de la psicología o una concienzuda filósofa vocacional. “No es que lo diga yo, es que es Ciencia –con mayúsculas y una prolongación intencionada del diptongo ieeee mientras se abre mucho los ojos- ¿Es no te he hablado del principio Shaunder&Naunder?”.

El último de los regalos para mi vanidad frivolointelectual me lo ha vuelto a pasar mi amigo B bajo el epígrafe, “Leyes que rigen el Universo”. El suyo, el tuyo, el mío, el de todos los microuniversos donde los pobres diablos como nosotros intentamos sobrevivir. Resulta curioso que esta ley –una entre muchas otras de las que solemos hablar delante de una sufrida cerveza aguantapenas- no sea sino una versión intelectualizada de aquella frase que mi madre me repetía de vez en cuando: “Nenita, la ignorancia es una virtud”. Lo decía con el gesto grave y sin hacerse la lista, más bien con un deje de agridulce nostalgia. Últimamente, otro amigo y yo debatimos largamente sobre eso: a nadie le gusta ser tonto, pero, cuanto más se sabe –aunque sea muy poco- más lejos se está de ser feliz.

La ley que mi amigo B me envía para poner nombre científico a la sarta de sinsentidos que últimamente me cuenta, se llama –y me encanta lo rápido que me he quedado con la copla para luego repetirla- efecto Dunning-Kruger y sirve para poner nombre a esa tendencia de la gente idiota de sentirse, sorprendentemente, más lista que la media.

Sí, hablo desde el más absoluto de los rencores. Me da rabia saber lo suficiente para saber que no sé nada y lo suficientemente poco como para sentirme una ignorante. Me da rabia, me da rabia, me da rabia. Un poco menos -compartir el dolor tiene eso-, desde que sé que no es otra de mis neuras o, al menos, que es otra de mis neuras pero compartida por dos frikis capaces de ponerse a estudiar los registros de un puñado de tipos y luego publicarlo en el Journal of Personality and Social Psychology de diciembre de 1999. Sí, es muy fuerte, hasta ese momento el fenómeno apenas se había analizado.

El efecto Dunning-Kruger dice así:
1.    Los individuos incompetentes tienden a sobreestimar su propia habilidad.
2.    Los individuos incompetentes son incapaces de reconocer la habilidad de otros.
3.    Los individuos incompetentes son incapaces de reconocer su extrema insuficiencia.
4.    Si pueden ser entrenados para mejorar sustancialmente su propio nivel de habilidad, estos individuos pueden reconocer y     aceptar su falta de habilidades previa.

¿A que suena? Lástima que Dunning y Kruger se limitaran a observar y no a enseñar al resto a como lidiar con el problema que, admitámoslo, sólo es tal para el carajote asombrado que asiste al fenómeno. Una limitadísima proporción de la población que, imagino, no sería suficientemente rentable para la fundación privada que costearía el estudio.

¿Es que sólo lo veo yo?
La letanía se escucha en las oficinas de los bancos -Ayer me tragué Inside Job y estoy traumatizada-, en las administraciones -véase Prensa y lo que pasa en el mundo en general-, en los colegios -véase Calle y lo que pasa en el mundo en general), en la empresas (donde se produce la suma de todo). Se escucha por los pasillos y en la máquina del café. Es la frase tópica del espectador extasiado que, si es lo suficientemente listo y aprecia su vida personal y profesional, aprenderá a callar y a adoptar una neutral cara de póquer ante los desmanes de la idiotez ignota y, por lo tanto, no asumida. Hace poco, se lamentaba de ello una amiga para quién el paso de la cuenta ajena a la propia le ha multiplicado los jefes. "Ahora, no tengo uno al que reírle las gracias, tengo tantos como clientes y hay alguno que, inexplicablemente, me paga para que le valide su opinión, no quieren que aporte mi experiencia ni que intente solucionar un error. Porque ellos nunca se equivocan".

Lo dijo el filósofo - "Sólo sé que no sé nada"- pero debió ser el último en cascarse la pastillita de humildad porque, por lo general, todo el mundo sabe mucho de todo y no tiene porqué aprender, admirar o respetar la opinión de los demás. Dice el cuarto punto que, con entrenamiento, es posible que se aprenda que antes no se hacían las cosas tan bien como se creía pero, ¿cómo se convence a un amante de sí mismo para que vaya a clases particulares?

Supongo que la vida es demasiado corta para meterse en ciertas guerras por lo que, en general, más vale encontrar otras salidas rápidas y, admitámoslo, más cobardes. Tal y como está el patio, aprender a poner a tiempo la cara de póquer -eresunachicarealmenteencantadorayrazonable-y no lanzarse a querer arreglar el mundo es más que recomendable. No es por nada, es porque -no me lo estoy inventando yo, es que es Cieeencia- el individuo equivocado no tendrá ningún problema en desoír tus consejos, seguir instalado en sus errores y, más aún, pensar que, básicamente, no tienes ni puñetera idea. Más vale aprender a ponerse la máscara rápido y aplicarse lo de oír, ver y callar porque el de enfrente no sólo no reconocerá que tiene algo que aprender, no sólo no valorará esa impertinente habilidad tuya sino que, además, le resultarás tan tocapelotas que preferirá pegarte una patada en los morros y a otra cosa mariposa.

Es por todo esto que, esta mañana, cuando una amiga en búsqueda activa de empleo me ha comentado que añadía en su cv su experiencia en grupos de teatro se me ha encendido la bombilla.
Caray, esta tía es un genio...

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Genial!. A veces más vale hacerse la tonta que querer hacerse la lista