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Con la mitad de la casa respirando cierta ordenación humana y la otra mitad sumida en el desastre, una empieza a comprobar cómo tanto polvo, tantos euros gastados unos tras otros, tantas noches durmiendo en un ladito de la cama, tienen cierto efecto narcótico o depresor. Cierto efecto telaraña que, como las ramas, te impiden -tarjeta de felicitación dixit-, "ver el bosque en todo su esplendor". Un bosque que, ahora lo sé, es, en esta metáfora doméstica, fresco, verde y bonito aunque a veces una lo imagine lóbrego y oscuro cuando se propone - en mitad del caos- hacer un ejercicio de relajación. "Hija mía, ¿No puedes imaginarte una playita llena de cocoteros?".
Mi bosque, detrás del laberinto de cajas y plásticos blancos de Todo a un euro, se deja ver entre entre las visiones espectrales de lo que fueron mis muebles, mis trastos, mi vida -tan pesada ahora que lo pienso- metida en cajas de las que traían Iván y María como una colecta diaria después de la jornada de playa. Entre las ramas del bosque -de las pastillas de cetiricina, de los relajantes musculares- sobresalen las dos Anitas agrupando bultos y haciendo albaranes para el Punto Limpio: el de los Trastos Inservibles, en el de los Absurdos, el de los Potencialmente Dañinos para la Neurosis... "Mira, mira, aún guarda esto. Lo de ésta es grave. Mira, mira".
Sobresale Alberto, el pintor y perlitero que se llevó bien merecido el corazón de Leica -"Ella y yo somos amigos, compartimos el bocadillo, ¿verdad chica?", me anunció un día, uno de los pocos en los que coincidimos: "Trabajas demasiado, ¿así como te vas a poner buena?". Sobresale Jaume, tan entregado en su faceta de chapuzas, que fue capaz de romper y hasta superar muros. Javi moviendo muebles: "Loca, que sepas que esto lo hago por lo pides con arte". Y, finalmente, Juanma y Darío, colaboradores milagrosos y especialistas en la ingeniería mobiliaria de IKEA. Este fin de semana salí de Mostar para volver a una casa. Y hoy, a pesar del volumen de la ropa pendiente de plancha, a pesar de cajas por abrir, del cemento por rascar, me siento en el sofá que queda, desde donde se puede ver el bosque, y doy las gracias.
Trabajo en equipo, que se llama. Generoso, desinteresado. Trabajo de pizza a domicilio, trabajo de comida china, de olla que llega de Sevilla para ser calentada. "Ya sabemos que en tu casa hay poco plan de almuerzo". Todo para enseñarme que no todo es dolor de cuello, dolor de hígado o de espalda, que hay alivios humanos, ramas verdes, fuertes como brazos, en un bosque que tiene que ver conmigo, con los afectos voluntarios, que una se gana a pesar de ser tan petarda.
Antonio dice que hay una teoría sobre el trabajo colectivo que se basa en las pautas de conducta del pato mandarín. Uno dirige, los otros le animan. Luego se cambian, uno es líder, luego descansa. Desgraciadamente, no he podido encontrar ninguna referencia a la teoría aunque, referenciada o no, la cito porque me encanta eso de imaginarnos a todos como una bandada. Al fin y al cabo si es de patos lo de colaborar en el proyecto, muchos patos llenan mi vida, mi bosque doméstico, estas semanas.
Es una suerte que hoy me siente delante del ordenador y sea capaz de verlo. Al fin y al cabo, obras de por medio o no, podría relamerme las heridas, entregarme a las grietas de los zócalos y seguir mirándolo todo a través de otros bosques que no son míos. Perderme, al fin y la cabo, el espectáculo de afectos que sucede cuando observo a través de los plásticos.
Lo dicho, muchas gracias.