Ningún vestigio tan inconsolable
como el que deja un cuerpo
entre las sábanas
y más
cuando la lasitud de la memoria
ocupa un espacio mayor
del que razonablemente le corresponde.
Linda el amanecer con la almohada
y algo jadea cerca, acaso un último
estertor adherido
a la carne, la otra vez adversaria
emanación del tedio estacionándose
entre los utensilios volubles
de la noche. Despierta, ya es de día, mira
los restos del naufragio
bruscamente esparcidos
en la vidriosa linde del insomnio.
Sólo es un pacto a veces, una tregua
ungida de sudor, la extenuante
reconstrucción del sitio
donde estuvo asediado el taciturno
material del deseo.
Rastros
hostiles reptan entre un cúmulo
de trofeos y escorias, amortiguan
la inerme acometida de los cuerpos.
A batallas de amor campo de plumas.
En la relaciones, como en el consumo, hemos pasado del nada
al todo. De meapilas a sexoadictos, de callados a verbodiarréicos, de sobrios a
exuberantes, de parcos a estresados imitadores de escenas de Hollywood, de
bloqueados a neuróticos. En un camino irremediablemente marcado por las
temporadas del Corte Inglés y los guiones de películas y con la
extensión de la esperanza de vida por delante, ciertas palabras se han vaciado
y otras se han llenado de contenido. Ciertos gestos se han extendido para bien
de nuestra salud mental y otros se han desbordado para desnorte de nuestro
pudor. De misabuelosnuncasedieronunbeso a flipoconlascachasdelanuevanoviademipadre, o de mi madre, que también pasa. En mitad de ese caos que, vaya por delante, tiene cosas
maravillosas nos perdemos entre significados y, a veces, lo confieso, nos
sentimos exhaustos. O al menos yo me siento exhausta. ¿Qué es más importante? ¿La ternura o las violetas? ¿Quién
eres cara el público o quién eres tras la puerta de tu casa? Pienso
todas estas cosas hoy que mi primer Lorenzo –y el único- me trae a cola a
Manzanita en su fantástica versión de esa letra agridulce sobre un hombre severo que no sabía mostrar sus
sentimientos.
¿Escribiría Cecilia hoy una letra parecida?
Dramáticos casos
de violencia machista aparte, la canción hablaba del hombre difícil, de
ese
prototipo con el que a veces el cine nos engatusa con su cara más amable
y con el que
nuestras abuelas sobre todo y nuestras madres alguna vez, lidiaban toda
su
vida. Ese tipo especialito que jamás te decía que te quería pero traía
dinero a
casa, te hacía robustos hijos y no te daba mala vida. No puedo evitar
pensar que tal vez hoy el marido de
la canción de Cecilia se habría divorciado de la mujer harta de darle
por
imposible y se habría casado con una más joven, se habría teñido el pelo
y ahora sí se
desviviría a besos con su nuevo hijo. Cosas de la chochera del padre
mayor... Incluso, fantaseo con que quizás hoy el personaje de Cecilia
habría ido a terapia a que le curaran la alexitimia porque,
afortunadamente, en los tiempos que corren los hombres poco tiernos son
bastante conscientes de las oportunidades que se
pierden. Sí, ok, ok... ya he dicho que fantaseaba...
Hoy la canción de
Cecilia hablaría de un admirador que en lugar de
mandar violetas, enviaría un arrebatado mensaje de amor por el Badoo secreto de
la insatisfecha esposa. O no, le seguiría enviando flores pero flores
mainstream,
uno de esos ramos enormes que salen en las películas. O un bono para la
depilación láser que es más caro que ciertos diamantes... Quién sabe...
A pesar de la ternura que siempre me ha inspirado Manzanita,
hoy 9 de noviembre, prefiero regresar al origen y compartirla a ella,
cuyas
canciones grité en la ducha durante mi adolescencia con ese complejo mío
de
haber nacido a destiempo. Porque las canciones buenas nunca pasan de
moda y porque ciertas fábulas tampoco. Al fin y al cabo, en los días que
corren, con más medios que nunca, con más comunicación que nunca, a
veces somos extraños para la persona que duerme a nuestro lado, a veces
la oímos pero no la escuchamos, a veces hablamos mucho, constantemente,
pero no decimos cosas importantes. Al fin y al cabo, por muy bonitas que
sean las violetas, y los ramos, y los regalos de aniversario, ahora,
como en los años setenta, toda mujer prefiere el beso cercano, la paciencia cómplice, la satisfacción sencilla, la ternura. Saber que el otro estará ahí acariciando nuestros pies fríos, nuestro corazón frío, bajo las sábanas. Que las violetas, como los
regalos de compensación, se las puede comprar una.