El calentamiento global está a punto de dar al traste con ciertas piezas emblemáticas de mi fondo de armario. Ya lo dice el propietario de la granja de cocodrilos de Puerto Real -«en unos años Cádiz alcanzará la temperatura óptima para la cría de estos reptiles»-, mientras que los lugares donde habitualmente campan a su gusto, habrán subido demasiado sus temperaturas. El chasco viene porque cuando el señor del tiempo, ese caballero que ya es casi de la familia, habla de anticiclones venideros, en clave pseudo ciclónica o sobre caudales desconocidos en embalses de la España inconexa, una continúa su vida hasta que, de repente, se ve sacudida por la evidencia. Plasmación in situ de advertencias teórico-informativas. Y es que una fue capaz de pasar invicta del Efecto 2000, los timos de las tarjetas, las coca-colas envenenadas y hasta la fobia a volar -esta última muy recurrente en estos tiempos de liturgias del calendario mediático-, con una cierta gracia y sin despeinarse demasiado el fequillo, sin embargo esta moda del planeta tórrido empieza a ir más en serio.Frente a la tragedia del calor, azotada, sí, azotada por bofetones de bochorno norteafricano, italomediterráneo o de donde leches venga el sopor, contemplo con cierta morriña mi catálogo de rebequitas multicolor. Ese escaparate, a medio camino entre el homenaje a Hitchcock y el panteón a Zara, que con tanto orgullo he lucido en las noches de relenti -conocida fórmula lingüística gaditana para traducir que lo de aquí no es frío, es humedá-. Así, las miro con nostalgia, y me miran y suspiro. Y en este septiembre rebelde empiezo a ver que todo cambia, que uno de nuestros encantos empieza a esfumarse, irremediablemente.
Publicado en La Voz de Cádiz el 12 de septiembre de 2006
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