Ponerse malito significa ingresar en un club selecto, de socios meritorios. Es navegar a la contra de una sociedad que va deprisa, muy deprisa, sin tiempo para poner la oreja o darte la mano. Ponerse malito, sobre todo si como la ciruela pasa, significa sucumbir a la televisión inútil, esperar ansioso a que llame el amigo pesado, gratamente sorprendido de que, por fin, le eches cuenta. Significa pasar mil fases, mil estadios hasta aclimatarse frente al ocio obligado y la dependencia ajena. Significa, también, echar raíces en las salas de espera y salones de rehabilitación, donde descubres que tampoco eres tan raro con tu afán monotemático, tu sensibilidad descarnada y tu repetitiva tendencia a la conversación circular: «ayer intenté moverme un poco y, nada, a peor, como la semana pasada y la otra, y la otra». «Igual que a mí, igual que a mí», escuchas aliviada frente a la mirada mimosa de esa tropa medio escayolada que empieza a convertirse en tu familia. Que se despide con cierta pena cuando ese chico simpático, ya curado, abandona la manada.Ponerse malito es ingresar en un club de raros visionarios, nunca más cuchichear frente a la retahíla de la hipocondría, revestirse, a fuerza de paciencia forzosa, en serena oyente. Sentados cada mañana los unos frente a los otros, las horas de cura obligada resuelven el mundo al ritmo circular del ultrasonido, de los masajes placenteros, o dolorosos. Por eso el trauma extraño de ponerse malito, de pararse en seco y andar a la contra, termina abriendo las ventanas para dejar pasar el aire, lleno de palabras, personas y caras nuevas, que, misteriosamente, nunca más volverán a ser extrañas.
Publicado en La Voz de Cádiz el 22 de agosto de 2006
Publicado en La Voz de Cádiz el 22 de agosto de 2006
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