El marido lleva un tiempo mirándola cuando ella se despierta. Le sonríe. Sabe que lo está haciendo tiernamente. Lo ha visto en muchas escenas: el hombre que contempla con ojos entornados, llenos de amor. Piensa que es un clásico entre las estrellas del celuloide. La esposa, algo hinchada, ha abierto los ojos pero apenas se ha movido, se rasca la nariz con las manos todavía metidas bajo las sábanas y permanece así, callada, esperando cuál será el siguiente movimiento.
Él se aproxima lentamente y tiene mucho cuidado en mantener los ojos abiertos, en que no se le caigan ni por un segundo los párpados. Es así como lo hacen los protagonistas. Es un movimiento recto y decidido que aspira a encontrarla con sus labios. Ella, que ha reconocido el código, tensa los suyos y los contrae. Sube ligeramente la barbilla. El aire cálido exhalado desde los pulmones, que ha atravesado los bronquios y la tráquea para abrirse paso por la garganta, sale al exterior en un gesto sonoro. Es un instante estridente que lleva implícito un reflejo, cierta cantidad de energía, la suficiente para separarles, casi imperceptiblemente, unos milímetros. Es un beso ruidoso que lleva implícito un mensaje, un límite, que no ha nacido para abrir sino para cerrar caminos.
El marido, entonces, se guarda la lengua aproximada, peligrosamente, al filo de los dientes. Se guarda la mano derecha que aspiraba rozar el muslo izquierdo de la mujer. Aprieta las piernas, haciendo chocar las rodillas y se guarda, también, esa erección que le ha hecho -hay que ser ridículo- desperezarse con ganas de un húmedo beso de película.
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