Siempre que alguien utiliza la terquedad como tarjeta de visita me acuerdo de una historia tonta –o no tanto- que contaba mi ex. Como era dado a relatar anécdotas y a veces la ficción y la realidad se terminaban mezclando, ahora no sé demasiado bien si la historia es propia o si es prestada. Es más probable lo segundo y que pertenezca al recetario de algunos de esos colegas suyos cuyas enseñanzas ensalzaba, no sin cierta ternura, como si fueran proverbios orientales. Contaba la cosa que un taxista de Madrid –no podía ser de otro sitio- hablaba con otro colega presumiendo del equipo de música que había instalado en su vehículo. El lorito en cuestión, que un poco más y elimina una de las plazas de la berlina que le traía el pan a casa, le había costado al buen señor como medio millón de las antiguas pesetas y era la envidia de todo el vecindario. Era en este punto de la historia cuando mi ex impostaba la voz para imitar al personaje: “Pues es el tercer equipo que monto. Hay un cabrón en el barrio que me lo ha robado dos veces. Pero no va a conseguir que me rinda. Él me lo roba, pues yo pongo uno mejor. Conmigo no puede nadie”.
Mi ex contaba aquella historia y terminaba con alguna concatenación de epítetos -animalito, bestia parda, etc.- y una buena carcajada. No hay nada mejor en esta vida que ser práctico y ser sencillo y ambas cualidades chocan abruptamente con la soberbia y la arrogancia escondidas en aquellas frases tercas, ridículas por lo lapidarias. Las que sentenciaban que uno es gilipollas por que le sale de los cojones y, si me apuras, por la gracia de dios. La vida es larga y ancha por eso no hay quien esté a salvo de acariciar ciertas cotas de gilipollez cuando algunos temas, algunas personas, tocan hueso con el lado más sensible de nuestra autoestima, nuestro ego o nuestros supuestos principios.
La estampa del taxista contando aquella historia, bravuconeando en mitad de un corro en el que todos callaban lo idiota que era, me despierta un sentimiento agridulce. Siempre creemos que somos suficientemente listos como para evitar ciertos niveles de ridículo aunque, pensándolo bien, todos tenemos un lorito del que presumir, un rasgo de nuestro carácter, una costumbre, un objeto, por el que medimos el calibre de nuestra valía y, como diría PiliB, la medida psicológica de nuestro falo. “Yo es que soy muy mía”, “El que quiera que lo coja y el que no, que lo deje”. “A mí es que esto no me va”, “Yo es que siempre lo he hecho así”.
Todos tenemos un lorito y un ladrón que se ríe de nosotros. Aunque el ladrón no siempre es un colega del trabajo, un amigo o un vecino si no que puede ser la vida misma –una y breve- que malgastamos en defender nuestras posiciones, nuestra identidad, nuestras creencias, sin darnos cuenta de que cada millón de las antiguas pesetas que invertimos en ser invencibles y quedar por encima, podríamos gastarlo, por poner un ejemplo, en viajar al Caribe y hartarnos de mojitos. Porque viajar, como sumergirse en lecturas nuevas, como mezclarse con desconocidos o hacer un deporte desconocido, nos impregna de otras historias y nos deja crecer a lo ancho, que es el crecimiento que verdaderamente cuenta a pesar de lo que diga la industria de la dietética. Porque la vida no siempre es larga y nadie está libre, tampoco los taxistas, de ir paseando por la calle y que le caiga encima una maceta.