Bajo la esfera de cristal todo es perfecto. Los copos caen suavemente, no duelen, no hace frío. La bailarina los siente caer sobre sus delgados hombros de resina. Al otro lado, la miran los ojos absortos de una niña. Cuando la última mota blanca se posa sobre el manto verde de pintura acrílica, la pequeña toma otra vez la esfera con las manos, la agita, la posa de nuevo sobre la mesa. Vuelve a nevar sobre los delicados hombros de la figura. Empieza y acaba el ciclo y todo continúa perfecto.
La bailarina no sabe, porque nadie se lo ha dicho, que su mundo es extraordinariamente frágil. Que su sistema depende de un golpe, de un movimiento brusco. La bailarina no sabe de su jaula de cristal, no sabe de su cárcel sin sonido. No sabe que fuera del agua hay un mundo donde el sol refresca, la nieve arde y la piel duele a veces, aunque a veces, también, se eriza. Mientras los copos se asientan lentamente, la bailarina cree, porque nadie se lo ha dicho, que eso que se repite sin dolor pero también sin delicia, se parece a lo que al otro lado del cristal llaman vida.
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