Ella: No te muevas.
Él: Mírame a los ojos.
Así hablaban cuando, en una punzada, les atravesó la vida. Duró un segundo. O quizá un minuto. O tal vez horas. El momento preciso, el instante incierto, en el que se sintieron uno. Vulnerables. A merced de un limbo narcótico. De un destello fugaz e intenso, perecedero y eterno, que hablaba de la verdad y de las mentiras, de la vida y de la muerte. El ocaso invisible tras el cuál, una vez más, volvieron a estar solos. Completamente.
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