Se supone que es romántico. Vas a una ferretería, eliges la medida adecuada -¿alguna preferencia en la tonalidad del cobre? ¿En la marca? No, está bien, me llevo este mismo-. Entonces te vas, no sé, de cena romántica por ejemplo. La tomas de la mano, o le tomas tú a él, y allí, frente al plato de pasta fresca -dicen que no pero allí siempre terminas comiendo pasta fresca- le dices que quieres hacer esa cosa tan romántica del puente. Entonces os acercáis cogidos de la mano, elegís en cuál de las farolas hay un huequecito donde encanchar el artilugio y os disponéis a cerrarlo.
-Espera cielo, las iniciales, hay que poner las iniciales.
-Es verdad, espera, lo traigo todo pensado.
Entonces sacas -o saca él- uno de esos bolígrafos indelebles que nunca encuentras cuando tienes que clasificar un cedé y escribes vuestras letras: M y P o P y M, o lo que sea. Hace frío pero el corazón late tan fuerte en mitad de este alarde de proporciones cinematográficas que ya no sientes nada. Sólo vuestro amor flotando como el boli, indeleble, eterno. Os miráis a los ojos mientras lo hacéis. Oís el click del cierre y os dais un beso -con lengua por supuesto- sintiendo que el corazón se agita y que, de repente, hace calor.
Como llevado por el espíritu de todos los hombres que una vez amaron, o al menos, de todos los hombres que una vez amaron en la gran pantalla -en la chica vale también- él, en un gesto atávico de macho dominante, tira con un gesto cargado de impostada impulsividad las minúsculas llaves a las heladas aguas del Tíber.
Ella se siente morir, literalmente, de amor.
Se toman de la mano, se disponen a seguir su camino.
-Espera, vamos a hacerle una foto.
Sacas el móvil, o lo saca él, y click. Momento inmortalizado. Momento imperedecero, perenne como vuestro amor, como el candado que habéis adosado a la histórica farola del Milvio en un gesto del que podréis fardar a gusto con el grupo de amigos.
Un candado...
UN CANDADO.
Nada sospechosa de no ser moña, pasto de cuentos y estrategias de marketing emocional, una servidora imaginó la escena con los pelos de punta.
-Mari, ¿Qué te pasa? Se te ha cambiado la cara.
-Sonia, creo que esta mierda es la cosa más sádica que he visto en mi vida.
El profe hippie de mi lado sonríe y me pasa el pitillo.
-Qué poco romántica eres- dice con su acento cálido.
-Una cosa es ser romántica y otra jugar con metáforas emocionalmente tóxicas...
Por eso hoy y desde mi humilde espacio plagado de pasto sentimental, debo decir que me alegra mucho que Gianni Giacomini tampoco sea un romántico y que me reitero en mi idea de que Federico Moccia es francamente gilipollas.
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