J. siempre dice que lo que más le revienta de que le manden a hacer cosas es precisamente eso: que le manden. A mí, con mi complejo de perro de Paulov siempre dispuesto a babear por el hueso de turno, me resulta difícil de entender tal rebeldía que indirectamente también me revienta cuando mi tendencia al mangoneo y su adicción alnoporsistema chocan en un chispazo de malas pulgas.
Es curioso que una pueda ser mandona y fordista a mezclas iguales, que pueda andar manejando los factores y elementos como si de mi casita de muñecas se tratara y al mismo tiempo necesite, ansíe, ser una pieza más de la cadena de montaje, recibir órdenes, tener ciertos compromisos que ayuden a marcar el ritmo.
Hoy me acuerdo de su rebeldía sin causa al calzarme por primera vez mis nuevas gafas graduadas para mi residual astigmatismo. Una dolencia que no quedó eliminada en la intervención quirúgica que, creía, me había librado para siempre de las gafas y que hoy se revela molesta a la hora de conducir por las noches.
Desde hoy, bueno, técnicamente desde ayer, vuelvo a lucir gafas para "ciertas ocasiones", lo cuál me suma a la nómina de fashionvictimistas que juegan a ponérselas y quitárselas de acuerdo con la ocasión. Toca velada de cineforum con los amigos culturetas. Me las pongo. Toca feria de pueblo con las amigas golfas. Se quedan en casa.
Después de pasarlo taaaan mal por ser una miope de ojos achicados, hoy alucino siendo una más de la que pueden elegir llevar montura o no. Y vivo con auténtica delicia el presumir con mis gafaspasta de las que, si la ocasión lo mereciera, podría prescindir.
Así que, vale, lo reconozco, no hay sensación que iguale a hacer las cosas por gusto.
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