El hombre se dio la vuelta en la cama para rozarla con la punta de los dedos. Podía oír su respiración. Se acercó despacio y pegó la nariz contra su pelo. Identificó el perfume compartido, la reconocible combinación de hormonas que pellizcaba su centro. Cerró fuertemente los ojos y se dejó ir. Fue un extraño ejercicio que le costó unos segundos. Imaginó que ella acababa de meterse entre sus sábanas, que era piel nueva y extraña, desconocida entre las paredes del dormitorio, de la casa. La siguió observando un rato más, recorriendo cada breve gesto de aquel sueño ajeno. La imaginó en otra vida, en otra cama, en otro sitio en el que nunca se hubieran cruzado. La imaginó en otros escenarios, en otros conflictos, arrancando la rabia de otro hombre que no era él, que ni siquiera se parecía a él, que no se hubiera llevado bien con él. La imaginó arrancando también su ternura, el deseo en los bordes de la costumbre. La vio llorando otras lágrimas, teniendo otros hijos, dejándose oler por un extraño que un día fantaseara al encontrarla durmiendo en su misma cama. La admiró ligera y liviana, sin el peso muerto de la propiedad y la costumbre. Sin la repetición de verla todas las mañanas, de cuidar de sus jaquecas y de sus gripes, de escuchar su voz templada al final del día. ¿Recibiste mi mensaje? ¿Has hablado con el técnico del seguro? Estoy muerta, creo que me voy ya a la cama.
Horas después, mientras preparaban en desayuno, ella le abrazó con entrega y él no se zafó como de costumbre. Lo de antes ha sido muy especial, le susurró al oído. Él sonrió mientras observaba detenidamente los contornos una tostada.
En el espacio familiar de la cocina todo había vuelto a su sitio. Se reencontraba con la ruta de siempre pero aún podía notar un pellizco en la parte superior del vientre. Aquella mañana, en aquella cama, se había dado cuenta de que esa mujer dormida siempre tendría algo de extraña, de que les unía un hilo muy frágil camuflado por la cíclica repetición de sus rutinas. Que no era suyo, que no era suya. Pensó entonces que todo podía quebrarse en un momento, de que sólo una concatenación de casualidades, una concatenación de miedos y azares pero también de acción consciente seguían manteniendo a aquel ser amaneciendo entre sus sábanas. Se reconoció, también, increíblemente ligero. La había pensado en otra cama, en otro escenario, y había podido reconocerla. Fuerte, entera, sin necesitarle, sin necesitarla.
El paso de los años había dejado caer entre ambos una sensación de permanencia que pesaba y absorbía. El hombre comprobó cómo era la vida cuando se esfumaba, sólo unos segundos, aquella mañana. Concluyó entonces que sólo asistía a una de sus vidas posibles, a una versión de entre las muchas. Notaba una sensación extraña, muy parecida al miedo pero también muy parecida al placer.
Antes de salir de casa se detuvo a darle un beso. Eligió detenerse a darle un beso. Eligió regresar luego, observar cómo se desplazaba por el piso, cómo agarraba el vaso de cristal lleno de agua, cómo se perdía en una charla aparentemente trivial. Eligió renovar por un tiempo más aquel pacto emocional que, tras la quiebra de aquella mañana, se le revelaba estimulante. Sentía una energía rara e inquietante. No entendía porqué pero aquella nueva perspectiva, turbadora, le hacía verla extraordinariamente ajena y volátil. Pensarla así le inquietaba, y le gustaba. Podía identificar una sensación esponjosa, agradable, mullida, muy parecida al alivio.
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