Compartíamos cervezas en El Manteca. El poeta llegó nervioso, le estampó un par de besos a la periodista de la coleta -“Encantado de conocerte, así que eres amiga de esta gentuza…”- y atiborró la charla de noticias: el partido, el pueblo que algún día viviría el cambio, la pequeña Julia, el libro… Ese libro que estaba ya en imprenta cuyo título aún no había cerrado del todo. “Es de la Metamorfosis de Ovidio: La criminal pasión de poseer”. El título quedó en el aire, complejo: “Es cómo más se ha traducido el verso al castellano, pero sí, suena complicadillo…”.
El título de aquel libro, preñado de poemas sobre el amor sin dueño y de versos militantes, quedó en mi memoria con aquel nombre difícil de recordar. Capaz de encerrar la naturaleza de un tiempo, el nuestro, como si aquellas letras de Ovidio nos condenaran a no conocer más que los precarios mimbres de esta edad de Hierro, perversa y llena de vacíos.
Amar, poseer, hacer nuestro lo ajeno para cambiarlo para siempre. Ser lo que tenemos, tener lo que somos. Envidiar, desear, admirar para hacer nuestro. Admirar lo ajeno para olvidarlo cuando es propio. Pienso en aquellos versos a menudo, versos para combatir la pulsión de un tiempo. Pienso en aquel título que sirve para explicar tanto. Poseer cosas, poseer sueños, expectativas, miedos. Poseer personas.
Soy una niña y canto una canción triste que no termino de entender. Habla de una mariposa que clavan entre alfileres, de unos labios rojos, los de alguien que no nos atrevemos a volver a nombrar. Y sobre el jardín en flor, oscura y terrible, la figura de aquel coleccionista adicto a la belleza. Un cazador resuelto a atrapar a la más viva, a la más reina, capaz de reducirla y detenerla. Blanca e inerte, blanca e inmóvil, seca, sin vida, muerta.
Me doy cuenta de que todos alguna vez somos cazadores de mariposas. Atrapamos el objeto admirado y luego, perversos, lo clavamos sobre una cartulina negra, sobre el molde de nuestras expectativas, en el marco modelado a golpe de miedos propios y ajenos, en esa pared escaparate de nuestra naturaleza. Todos alguna vez disecamos a la criatura amada para hacerla nuestra. Así, nos convencemos, podremos verla siempre, inmóvil, sumisa, quieta.
Amar la luz para encerrarla, amar la flor para cortarla y luego lamentar que ya no brille, que ya no tenga ese olor tan suyo, que ya no nos estremezca.
Pienso en los versos del Jarra, pienso en el análisis certero de Ovidio, en las criminales pasiones que nos mueven, que nos cambian de papel. Unas veces coleccionista, otras mariposa. La piel se eriza, los parpados se entornan. A veces también me dejé cazar en una red, mostré mis alas ajadas, mis labios secos. Orgullosa de pertenecer –también criminal pasión- a ese museo de breves bellezas muertas.