"Hay muchas cosas que no puedo decir a nadie, casi todas se refieren a las matemáticas". Carlos Edmundo de Ory
lunes, 25 de agosto de 2008
viernes, 22 de agosto de 2008
La intensidad, la jaula, el camino
Ser intenso supone ser impaciente, visceral, amar y odiar con absoluta entrega en proporciones difusas y casi dolorosas. Significa reír a mandíbula batiente y llorar con el corazón en un puño, encogido, como si fuera una roca agrietada a merced de los cambios de temperatura. Ser intenso supone sentir que la vida pende siempre de un hilo, de una respuesta, de una llamada telefónica que a veces no llega, que deja el alma agotada de latidos y la cabeza confundida, entre tinieblas.
Es el bálsamo delicioso de quiénes no pueden nunca dejar de decir "tequiero", el arrebato erótico de una mirada, la garganta dolorida apuntando al llanto.
Tiene un poco que ver con ser incomprendido. Con una extraña certeza de que el mundo pende de un hilo fino, absurdo, que a menudo está a punto de quebrarse. Significa sentir que el corazón se sale en cada encuentro y se rompe en cada despedida. Significa una piel que se eriza al primer contacto, una certeza de los días, un suspiro de bienestar cualquier mañana de cualquier día.
Ser intenso no supone andar en el camino correcto, no contiene respuestas sino mares de duda. No es un remedio para la vida buena, pero a veces es la única forma que se conoce de disfrutar, lamer y cabalgar sobre la vida.
Ser intenso agota, cansa, desquicia. En época de opaca incomprensión el ser intenso es como una criatura golpeándose contra las paredes de una jaula. A veces, sólo tiene que calmarse, centrarse y encontrar la puerta. La clave es saber si, camino del sosiego, se detendrá a volver la cabeza.
la ilustración
jueves, 21 de agosto de 2008
miércoles, 20 de agosto de 2008
Los muertos que no son nuestros
Campa la tragedia y arrecian los titulares. Cazadores a la búsqueda del gesto más dramático, husmeadores de la lágrima y el shock postraumático. Alcachofas intrépidas tras la declaración que más impacte. Programas del corazón trasmutados en reporterismo bajo presión, programaciones enteras sacrificadas al morbo del desastre.
¿Dónde está el límite que convierte el dolor en espectáculo?
Suerte que los muertos ajenos no duelan, que desaparezcan cuando uno termina de locutar la crónica lacrimosa.
Hoy, como muchas veces, vuelvo a no sentirme orgullosa.
¿Dónde está el límite que convierte el dolor en espectáculo?
Suerte que los muertos ajenos no duelan, que desaparezcan cuando uno termina de locutar la crónica lacrimosa.
Hoy, como muchas veces, vuelvo a no sentirme orgullosa.
Frases célebres
MCarmen: "La historia de la familia feliz -el marido, los hijos y el perro- es una gran mentira. Sí que es muy triste llegar a casa y no encontrar a nadie pero más triste es llegar y que nadie te vea, hacerse transparente".
martes, 19 de agosto de 2008
Playeras, muy finas ellas...
Plyra 1: No me gusta nada esta playa.... Me esperaba otra cosa.
Plyra 2: Buff... hay una gente... muy cutre...
Plyra 3: Gente de fuera que se ha alquilado casa...
Plyra 1: No me gusta, no me gusta... Esta todo lleno de sombrillas, mesas y neveras. Oye, ¿no vas tomar postre? Hay gelatina.
Plyra 3: ¿Y con que me lo como?
P1yra: He traído cucharas, están en la bolsa, junto a la tortilla, la ensalada, las gambas, la fruta y un té. Está en con las bolsas, en la sombra, para que no se calienten.
Plyra 3: Hija, traes de todo...
Plyra 1: Una viene preparada...
Dormir sola
Hay que ser confiada.
No hay que pasarse de la cuarenta.
Hay que comer verdura.
Hay que poner la otra mejilla.
No hay que ser dependiente.
Hay que ser cariñosa.
Hay que tener confianza.
Hay que ser valiente.
Hay que ser autónoma.
Hay que vigilarse los lunares y palparse las tetas.
No hay que poner barreras.
Hay que comerse el mundo.
Hay que cobrar más de mil euros.
Hay que se educada.
No hay que comer con la boca llena.
Hay que ser un crack en la cama.
No hay que tener prejuicios.
Hay que saber controlar la depre hormonal.
Hay que saber callarse.
No hay que ser materialista.
Hay que saber escuchar.
Hay que saber callar.
Hay que ser autónoma económicamente.
Hay que comer de todo.
Hay que parecer libre de miedos.
No hay que confiar en extraños.
Hay que respetar los espacios.
Hay que ser interesante.
No hay que parecer un útero vibrante.
Hay que estar bien depilada.
Hay que controlar las malas caras.
Hay que saber estar solo.
O al menos, aparentarlo.
-Nena, ¿qué te parece si este sábado duermes en mi casa? Llevo tanto tiempo cuidando de alguien que quedarme un finde sola en casa se me hace impensable...
-Por supuesto, o podrías dormir en la mía... lo digo por la Leica.
Respondo con alivio. En mi banal humanidad darme cuenta de los demás también son vulnerables me tranquiliza. Somos deliciosamente imperfectas, siempre a medio camino de la estampa perfecta, siempre peleando por lo que queremos -¿qué queremos y porqué lo queremos?-, siempre justificándonos ante lo que se espera de nosotras. Somos azote de miedos, víctimas de la cultura popular. Ahora os quiero sumisas, ahora emancipadas.
Somos contradicción pura, estamos sueltas y atrapadas.
-¿Qué hora es?
-Casi las diez y media. ¿Tienes prisa? ¿Te espera alguien?
-No.
-Pues entonces... disfruta. Eres libre, puedes hacer lo que quieras.
Qué vértigo.
martes, 12 de agosto de 2008
En proceso
...Crezco y no aprendo a crecer,
no me desilusiono,
ni me vuelvo mujer envuelta en velos,
descreída de todo, lamentando su suerte...
g.b
la imagen... Rinko Kawauchi
El hombre con valores
Es el modelo ineludible. El que luce pelo largo o corto, acento español o extranjero, manos finas o gruesas y vaqueros de marca o churripuercos. El chico ideal que aparece, majísimo, un día que a ti no te hace ni pajolera falta, el chico tan mono que se cuela en tu pandilla, te roba el alma y luego, mientras todavía intentas explicar en qué momento no viste el cambio, juega a dobles con ella, mientras tú esperas, entre narcotizada e idiota, a que todo vuelva al principio. Es el hombre imaginado, el que llevaba por delante una buena estrategia de public relations que, inexplicablemente, desaparece una tarde, al calor de la primera muestra de pasotismo, sin que tú te des ni cuenta. Es el rostro que alimentaba tus indignos sueños de casa adosada, cruceros improvisados por el Nilo, tardes de Mercadona y bebés rubicundos. El varón que un día despierta el genio de tus amigas que, en un iracundo gesto de falta de empatía, hacen estribillo esa frase manida: “¿Pero es que ese tío te da algo bueno?”
Entonces tú respiras, tragas amargamente tu orgullo y acumulada saliva y, con la vista en aquellos días de cenas románticas y conversaciones sobre el futuro, sueltas con un raquítico hilo de voz: “Es que tiene muchos valores”.
Los valores. Gran saco de sueños en los que reposan las primeras escapadas de fin de semana, los primeros planes, la primera conversación en la que el individuo en cuestión apuntó maneras de imbécil sin que tú quisieras darte cuenta. Los valores, invisible epígrafe de límites difusos dónde campan las imágenes de romance de tantos años tragando películas románticas, finales felices, hombres perfectos.
Los valores, - que deben ser algo así como el limbo, el sexo de los ángeles o el demiurgo - deben acumularse al principio y no requieren la carga pertinente de cualquier aparato de aire acondicionado. No deben requerir mantenimiento porque continúan siendo una excusa a la que agarrarse después del primer pollo público, del primer plantón, del tercer o cuarto mal detalle que, secretamente, decides no contar a nadie porque después. “Ellos se la pasan con que le deje, le deje y yo no quiero precipitarme”.
Precipitarse. El verbo temido. La dichosa mezcla de letras que habla de miedos y de fórmulas de autoengaño disfrazadas de gesto maduro. “Hija, ya no soy una niña, y no se puede juzgar a la gente así como así… -repetimos- Además, él tiene… muchos valores”. Y una muchas excusas y mucho miedo a aceptar que todo ser que no te hace sentir completa no es tu tipo. Qué bla-bla-blá bla-bla-blá, que será muy mono y muy relimpio pero no te deja el estómago en su sitio ni el corazón tranquilo.
El hombre con valores, inexplicable, siempre tuyo, siempre mío. Pobre víctima de los insultos de todos tus amigos. El hombre con valores, al que tu amiga defiende aunque por ello deba borrar para siempre tu número, aunque deje de hablarte por arpía, por lista, por andar dando consejos que nadie te ha perdido. El hombre con valores puede ser cualquiera, puede ser un buen hombre, incluso. Puede ser lo que queramos porque no se trata de un modelo sino de un arquetipo, una estructura previa que se mueve dentro de nosotras, en nuestra incapacidad para aceptar el dogma: que para estar mal acompañadas, mejor estar solas.
Entonces tú respiras, tragas amargamente tu orgullo y acumulada saliva y, con la vista en aquellos días de cenas románticas y conversaciones sobre el futuro, sueltas con un raquítico hilo de voz: “Es que tiene muchos valores”.
Los valores. Gran saco de sueños en los que reposan las primeras escapadas de fin de semana, los primeros planes, la primera conversación en la que el individuo en cuestión apuntó maneras de imbécil sin que tú quisieras darte cuenta. Los valores, invisible epígrafe de límites difusos dónde campan las imágenes de romance de tantos años tragando películas románticas, finales felices, hombres perfectos.
Los valores, - que deben ser algo así como el limbo, el sexo de los ángeles o el demiurgo - deben acumularse al principio y no requieren la carga pertinente de cualquier aparato de aire acondicionado. No deben requerir mantenimiento porque continúan siendo una excusa a la que agarrarse después del primer pollo público, del primer plantón, del tercer o cuarto mal detalle que, secretamente, decides no contar a nadie porque después. “Ellos se la pasan con que le deje, le deje y yo no quiero precipitarme”.
Precipitarse. El verbo temido. La dichosa mezcla de letras que habla de miedos y de fórmulas de autoengaño disfrazadas de gesto maduro. “Hija, ya no soy una niña, y no se puede juzgar a la gente así como así… -repetimos- Además, él tiene… muchos valores”. Y una muchas excusas y mucho miedo a aceptar que todo ser que no te hace sentir completa no es tu tipo. Qué bla-bla-blá bla-bla-blá, que será muy mono y muy relimpio pero no te deja el estómago en su sitio ni el corazón tranquilo.
El hombre con valores, inexplicable, siempre tuyo, siempre mío. Pobre víctima de los insultos de todos tus amigos. El hombre con valores, al que tu amiga defiende aunque por ello deba borrar para siempre tu número, aunque deje de hablarte por arpía, por lista, por andar dando consejos que nadie te ha perdido. El hombre con valores puede ser cualquiera, puede ser un buen hombre, incluso. Puede ser lo que queramos porque no se trata de un modelo sino de un arquetipo, una estructura previa que se mueve dentro de nosotras, en nuestra incapacidad para aceptar el dogma: que para estar mal acompañadas, mejor estar solas.
jueves, 7 de agosto de 2008
Melodía de la semana
Carmen está empeñada en que no cerremos las puertas a nuestra energía positiva. "Tengo que prestarte un par de libros", me comentó, entre preocupada y redicha, el otro día. Finalmente he aceptado a ver el vídeo con el que lleva detrás mía una semana y, efectivamente, me ha hecho soltar un par de lagrimillas.
Yo añadiría que también hay que beber mucha agua.
Y para los que hayan tenido conmigo el amargo debate políticosocial ante la pasmosa revelación del final (esto es, quién pagó la emocionante producción), les comento que yo, al menos, me consuelo pensando que, víctima una vez más del dardo sentimental de una multinacional, al menos he recibido una maravillosa y sibilina clase magistral de RRPP.
Yo añadiría que también hay que beber mucha agua.
Y para los que hayan tenido conmigo el amargo debate políticosocial ante la pasmosa revelación del final (esto es, quién pagó la emocionante producción), les comento que yo, al menos, me consuelo pensando que, víctima una vez más del dardo sentimental de una multinacional, al menos he recibido una maravillosa y sibilina clase magistral de RRPP.
La gastronomía, el hombre y la pasta
Extrañas razones antroposociales codifican de manera distinta las imágenes mentales de féminas y varones. Al rebufo de una frase, una palabra, una acción o historia más o menos contada, hombres y mujeres ponen a andar un personalísimo mecanismo de asociaciones múltiples que tienen que ver con una vastísima, y otrora rigidísima, tradición doméstica. Una llamada a las 10.30 de la mañana. El chico, de vacas, la chica, en el oficina.
-¿Y has pensado en la comida?
-Sí, en casa, más sano.
-Pues sí, mejor algo casero. Y después podemos ir a la playa.
En la mente de la chica comienzan a desfilar, como en un vistoso musical de Broadway, elaborados platos carne cocinada, pescados al horno, complicadas salsas. A treinta y tantos grados de temperatura media, la visión se sustituye. Fresquísimos gazpachos de color rojo, verde, remolacha. Sopas frías. Sofisticadas ensaladas, rollos de queso. Pimientos asados, fritos, rellenos, tortillas de patatas.
-Estupendo -interrumpe él- Podríamos hacer pasta.
-Ehn... ¿paaasta?
La voz de la chica ha cambiado. Y él no lo sabe, pero también el gesto. No pasta no... -piensa controlando la musculatura de la boca- Siempre termina siendo pasta. 8 minutos de cocción y al plato. Todo a merced de la elaboración facilona de una salsa. Pasta, buena. Pasta, rica. Pasta, socorrida. Pasta, comida nocturna en noches de blanco satén. Pasta simple. Pasta, deliciosa comida de domingo cuando, de niño, tu madre no tiene nada en casa. Pasta, fácil, no casera. Pasta no extraordinaria.
-¿Qué pasa? ¿No te gusta la pasta?
-Sí, no sé.. Bueno es que...
-¿Qué problema tienes con la pasta?
La voz de él ha subido varios tonos y el hilo telefónico empieza a tensarse...
Pues que una no sabe mucho pero sabe y vive sola y acostumbrada a las comidas instantáneas. Y tiene poco tiempo y está hasta el gorro de cosas a la plancha. Que "casero" ha despertado un universo de expectativas que nada tienen que ver con la pasta. Socorrida herramienta para asombrar a una fémina en la primera cita, pero manido recurso de la gastronomía fácil para iletrados de la cocina.
-Ninguno, haz lo que quieras...
La conversación se corta con un par más de frases y la chica queda a la espera. Quizá, algún atávico resorte masculino haya hecho saltar la alarma de desafío. Tal vez prolifere el reto y el individuo decida encerrarse un par de horas a dar vida a complicados platos en un elaborado homenaje al hacer extraordinario. La pasta seguirá, para siempre jamás, siendo la vara de medir de la mayor parte de las primeras citas en casa de un hombre de trentaytantos, pero los hay que, entre fogones, encuentran un estimulante tufillo de competición. Habrá que aguantar la espera. No es que ella lo haya hecho a posta pero... Tal vez haya suerte y él se haya picado...
Aishhhhh....
-¿Y has pensado en la comida?
-Sí, en casa, más sano.
-Pues sí, mejor algo casero. Y después podemos ir a la playa.
En la mente de la chica comienzan a desfilar, como en un vistoso musical de Broadway, elaborados platos carne cocinada, pescados al horno, complicadas salsas. A treinta y tantos grados de temperatura media, la visión se sustituye. Fresquísimos gazpachos de color rojo, verde, remolacha. Sopas frías. Sofisticadas ensaladas, rollos de queso. Pimientos asados, fritos, rellenos, tortillas de patatas.
-Estupendo -interrumpe él- Podríamos hacer pasta.
-Ehn... ¿paaasta?
La voz de la chica ha cambiado. Y él no lo sabe, pero también el gesto. No pasta no... -piensa controlando la musculatura de la boca- Siempre termina siendo pasta. 8 minutos de cocción y al plato. Todo a merced de la elaboración facilona de una salsa. Pasta, buena. Pasta, rica. Pasta, socorrida. Pasta, comida nocturna en noches de blanco satén. Pasta simple. Pasta, deliciosa comida de domingo cuando, de niño, tu madre no tiene nada en casa. Pasta, fácil, no casera. Pasta no extraordinaria.
-¿Qué pasa? ¿No te gusta la pasta?
-Sí, no sé.. Bueno es que...
-¿Qué problema tienes con la pasta?
La voz de él ha subido varios tonos y el hilo telefónico empieza a tensarse...
Pues que una no sabe mucho pero sabe y vive sola y acostumbrada a las comidas instantáneas. Y tiene poco tiempo y está hasta el gorro de cosas a la plancha. Que "casero" ha despertado un universo de expectativas que nada tienen que ver con la pasta. Socorrida herramienta para asombrar a una fémina en la primera cita, pero manido recurso de la gastronomía fácil para iletrados de la cocina.
-Ninguno, haz lo que quieras...
La conversación se corta con un par más de frases y la chica queda a la espera. Quizá, algún atávico resorte masculino haya hecho saltar la alarma de desafío. Tal vez prolifere el reto y el individuo decida encerrarse un par de horas a dar vida a complicados platos en un elaborado homenaje al hacer extraordinario. La pasta seguirá, para siempre jamás, siendo la vara de medir de la mayor parte de las primeras citas en casa de un hombre de trentaytantos, pero los hay que, entre fogones, encuentran un estimulante tufillo de competición. Habrá que aguantar la espera. No es que ella lo haya hecho a posta pero... Tal vez haya suerte y él se haya picado...
Aishhhhh....
viernes, 1 de agosto de 2008
El periplo de los besos
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