En la clase de Química no se permite escribir a lápiz ni tampoco corregir con Tipp-Ex. Antes de empezar a hincarle el diente a una problemática fórmula, la maestra mira a sus alumnos desde sus larguísimas pestañas y pregunta: "¿Tenéis todos preparado el bolígrafo rojo?". Ellos levantan la mano y algunos sonríen satisfechos. Se saben el código y se rinden felizmente al rito de la corrección en grupo. Pero, si estás atenta, puedes ver a unos pocos, salpicados entre los pupitres, que no ocultan su desgana, su cara de asco o de fastidio. Son la resistencia, los que no terminan de entender ese gusto sádico del bolígrafo de marras, ese afán por enfrentarles al color carmesí de los errores. “Maestra, es que, mire, si lo borro, parece que no ha pasado nada y queda todo más bonito..."
"No estás aquí para tener un cuaderno bonito", les responde con una impertinente sonrisa, "Estás aquí para aprender y sólo dejarás de equivocarte si sabes dónde te equivocaste antes". Más de quince años en la enseñanza hacen que ella, la maestra, se ponga tierna al hablar de vocaciones y también que se ponga dura respecto a ciertas normas inflexibles. El boli rojo es una de ellas.
El boli de color rojo. Escandaloso e indeleble sobre la hoja de papel. Temido símbolo de la equivocación y piedra de toque de perfeccionistas y almas heridas con baja tolerancia a la frustración. El boli rojo que mancha la hoja impoluta. Ésa que, entregados, llenamos de símbolos que quedaban divinos así dispuestos, como para una foto de familia, con ordenada y a veces hasta platónica disposición. ¿Qué importa maestra si funcionaban o no? El boli rojo que no puede borrarse y se queda ahí, para siempre, rojo carmesí o rojo fuego, el rojo de los errores y también de la vergüenza. El rojo que no se borra y nos recuerda que somos carne de imperfección. La maestra usa la didáctica y se pone un poco sería. “Sé que sólo si llevan un registro de sus errores, si identifican porqué se confundieron, aprenden a hacerlo bien”.
El boli de color rojo con el que se choca una y otra vez la resistencia. La que se revuelve y se enfada porque, “si suspendo maestra, si no entro en carrera, si no mantengo mis notas, si no hago todo lo maravillosamente bien que se espera de mí - que mi padres, el mundo, mis amigos- esperan de mí... Me muero". “Pues ve decidiendo el día… para empezar a llorarte", contesta ella con descaro y la misma impertinente sonrisa que se recibe como un tortazo.
Muchos años de aulas, muchos años de niños, de bolis rojos y gomas interceptadas, consiguen identificar las causas bajo cada resistencia, bajo cada ego maltratado. Las razones escondidas en el interior de cada casa: la presión del padre autoritario o acomplejado o sobreprotector, la hipersensibilidad del primer hijo o del segundo, el exceso de expectativas o la falta, las ausencias planeando sobre la cabeza de ese niño que se aterra frente al bolígrafo de escandaloso color.
Después de tantos años de aulas, de niños y fórmulas, la maestra sabe ya que el aprendizaje de los cuadernos sin mácula suele ser superficial y que sólo los que se miran en el espejo de su error, los que hacen suyo el vals gráfico de la tinta roja, aprenden la lección. "Los que aceptan las correcciones suelen ser lo más listos, los más felices. Pero es que hay otros que, sencillamente, no pueden asumirlo. Son incapaces de perdonarse por no hacer las cosas como se debe, por necesitar otra oportunidad, o por ser torpes y gastar más tiempo. Aquí es donde está el problema. Si eres incapaz de asumir un error estás condenado a repetirlo. Si lo único que quieres es pasar página, borrar con la goma como si no hubiera pasado nada, estás desaprovechando la oportunidad de verte, de analizar qué pensamiento equivocado te llevó hasta ese fallo y cómo puedes arreglarlo. Todo esto parece muy fácil, pero no sabes cuánto duele para algunos sentir que se equivocan".
De repente, la maestra y yo nos miramos. Sonreímos. Las confidencias de una y otra flotando sobre el salón donde el olor del café se mezcla con el del cocido. Las dudas se ser madre, de ser hijas. La culpa de cuando se ama mal. Las oportunidades que se pierden, o que se ganan. Los pequeños chantajes en los que nos vemos reconocidas. La responsabilidad de la niña buena que tiene mucho miedo a equivocarse, a que duela. Es inevitable para nosotras, nos conocemos casi desde siempre. Sonreímos. Sabemos que hace un rato que no hablamos de trabajo, ni de alumnos, ni de bolígrafos de color rojo, ni de un miedo que pertenezca estrictamente a los niños…
“La Química sólo se aprende si analizas tus errores… Pero el paso más duro es reconocerlos”, la maestra suspira antes de añadir: “Supongo que en la vida ocurre exactamente lo mismo”.
"No estás aquí para tener un cuaderno bonito", les responde con una impertinente sonrisa, "Estás aquí para aprender y sólo dejarás de equivocarte si sabes dónde te equivocaste antes". Más de quince años en la enseñanza hacen que ella, la maestra, se ponga tierna al hablar de vocaciones y también que se ponga dura respecto a ciertas normas inflexibles. El boli rojo es una de ellas.
El boli de color rojo. Escandaloso e indeleble sobre la hoja de papel. Temido símbolo de la equivocación y piedra de toque de perfeccionistas y almas heridas con baja tolerancia a la frustración. El boli rojo que mancha la hoja impoluta. Ésa que, entregados, llenamos de símbolos que quedaban divinos así dispuestos, como para una foto de familia, con ordenada y a veces hasta platónica disposición. ¿Qué importa maestra si funcionaban o no? El boli rojo que no puede borrarse y se queda ahí, para siempre, rojo carmesí o rojo fuego, el rojo de los errores y también de la vergüenza. El rojo que no se borra y nos recuerda que somos carne de imperfección. La maestra usa la didáctica y se pone un poco sería. “Sé que sólo si llevan un registro de sus errores, si identifican porqué se confundieron, aprenden a hacerlo bien”.
El boli de color rojo con el que se choca una y otra vez la resistencia. La que se revuelve y se enfada porque, “si suspendo maestra, si no entro en carrera, si no mantengo mis notas, si no hago todo lo maravillosamente bien que se espera de mí - que mi padres, el mundo, mis amigos- esperan de mí... Me muero". “Pues ve decidiendo el día… para empezar a llorarte", contesta ella con descaro y la misma impertinente sonrisa que se recibe como un tortazo.
Muchos años de aulas, muchos años de niños, de bolis rojos y gomas interceptadas, consiguen identificar las causas bajo cada resistencia, bajo cada ego maltratado. Las razones escondidas en el interior de cada casa: la presión del padre autoritario o acomplejado o sobreprotector, la hipersensibilidad del primer hijo o del segundo, el exceso de expectativas o la falta, las ausencias planeando sobre la cabeza de ese niño que se aterra frente al bolígrafo de escandaloso color.
Después de tantos años de aulas, de niños y fórmulas, la maestra sabe ya que el aprendizaje de los cuadernos sin mácula suele ser superficial y que sólo los que se miran en el espejo de su error, los que hacen suyo el vals gráfico de la tinta roja, aprenden la lección. "Los que aceptan las correcciones suelen ser lo más listos, los más felices. Pero es que hay otros que, sencillamente, no pueden asumirlo. Son incapaces de perdonarse por no hacer las cosas como se debe, por necesitar otra oportunidad, o por ser torpes y gastar más tiempo. Aquí es donde está el problema. Si eres incapaz de asumir un error estás condenado a repetirlo. Si lo único que quieres es pasar página, borrar con la goma como si no hubiera pasado nada, estás desaprovechando la oportunidad de verte, de analizar qué pensamiento equivocado te llevó hasta ese fallo y cómo puedes arreglarlo. Todo esto parece muy fácil, pero no sabes cuánto duele para algunos sentir que se equivocan".
De repente, la maestra y yo nos miramos. Sonreímos. Las confidencias de una y otra flotando sobre el salón donde el olor del café se mezcla con el del cocido. Las dudas se ser madre, de ser hijas. La culpa de cuando se ama mal. Las oportunidades que se pierden, o que se ganan. Los pequeños chantajes en los que nos vemos reconocidas. La responsabilidad de la niña buena que tiene mucho miedo a equivocarse, a que duela. Es inevitable para nosotras, nos conocemos casi desde siempre. Sonreímos. Sabemos que hace un rato que no hablamos de trabajo, ni de alumnos, ni de bolígrafos de color rojo, ni de un miedo que pertenezca estrictamente a los niños…
“La Química sólo se aprende si analizas tus errores… Pero el paso más duro es reconocerlos”, la maestra suspira antes de añadir: “Supongo que en la vida ocurre exactamente lo mismo”.
9 comentarios:
La química, la vida, y más cosas sin solución
Esa mujer no es maestra es un portento de filósofa que comprende al ser humano...casi náaaaaa!
Bueno...
Bueno, en Química no hay una sino muchas soluciones. Y en la vida... Pues también.
Al final, todo es una cuestión de miedo. Hoy un amigo me decía que la gente prefería aceptar una situación de "insatisfacción controlada y conocida" que atreverse a mirarse dentro, cambiar algo y asumir ciertos riesgos. Aceptar el fondo de uno e ir al encuentro de nuestros errores para no repetirlos es la atávica batalla que todos libramos con nuestro mayor enemigo: nosotros mismos.
El típex debería estar tan prohibido en los colegios e institutos como el móvil. El típex es una auténtica plaga, una máscara, un engaño de segunda oportunidad que no es. La pena es que sólo esta profesora lidie contra el típex y lo que ello representa. Nos hemos vuelto aún más idiotas, y como consecuencia cada vez más nuestros niños soportan menos cualquier mínimo contratiempo. Y luego se harán mayores. Gracias, Fátima.
Y luego se harán mayores e intentarán poner típex en su vida... que es como hacer que algo no ha pasado, "correr un estúpido velo" -que diría mi santa madre- y pasar rápido a otra cosa, para seguir metiendo la pata de la misma manera, una y otra vez...
De chica me sentía más segura cuando escribía con un lápiz y la goma en la otra mano. Derecho a quivocarme sin que todo el mundo se entere, vamos.
Pasar al boli era un coñazo porque la goma no servía para nada y la mayoría de las veces quedaba un agujero en el papel. Al fin y al cabo, a lápiz quedaba bonito. No era indeleble pero tampoco escribíamos el Quijote, ¿no?.
OLIVA
Hola Fátima: Me encantó tu relato. He retomado el tema en la última entrada de mi blog. Espero que no te importe que te cite en él. Un saludo. Enlace: http://bit.ly/TAPfgJ
Hola Alberto, encantada de que mi relato te sea útil y compartas, aunque mi tesis es que deberíamos perderle el miedo al boli rojo para aprender de nuestros errores... Porque en la química, como en la vida, muchas veces tenemos tendencia a olvidar lo que nos es desagradable y eso nos hace débiles y poco flexibles
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