J es hombre, soltero, guapo, ronda los cuarenta y tiene trabajo. J es lo que en mi tierra se conoce como un partidito. Un auténtico bombón si a eso le sumas que es funcionario de las Fuerzas de Seguridad del Estado, tiene un cuerpazo y ninguna enfermedad conocida. J podría colarse en la vida de cualquiera con la facilidad de un diestro conocedor de las debilidades femeninas con la única excepción de las mujeres introducidas por la que es su mejor amiga, A, autora de su apodo y sobrenombre de advertencia Soldado Ryan.
Porque J es soldado, solterón y encantador. Un hombre divertido, mono y educado que, a pocos segundos de ser introducido, hace saltar todas las alarmas hormonales: PIN PIN PIIIIIIIN Macho fertilizador disponible a las doce en punto. Y todas las mujeres rendidas a su pies. ¿Cómo que está solo? ¿Cómo que no sale con nadie? ¿Cóoooomo que no cree en el compromiso? El universo de referencia de la treintañera –aún más si se trata de treintañera larga- se pone en funcionamiento. Tienen ante sí un raro pero preciado espécimen de Hombre Perfecto Necesitado de Amor. Un hombre solo al que nunca han querido lo suficiente. Un hombre extrañamente huidizo de los ritmos habituales del matrimonio, la paternidad y el desamor que se cruza en la vida de una como pieza clave de su destino.
Acicaladas las hormonas, desbaratada la razón, la mujer comienza entonces a construir un complicado y enrevesado universo paralelo de conexiones en su opinión perfectamente lógicas. En realidad, J no es un solterón cómodo con miedo al compromiso, ni un tarado pegado al pezón de su madre, ni un RV (rompebragas vulgar), ni siquiera es un equilibrado individuo con una rica y desapegada vida interior. No, no, noooo. De repente, J es un pobre chico que nunca se ha enamorado DE VERDAD, al que nunca han dado SUFICIENTE AMOR, una especie de niño perdido necesitado de chupar de nuestras glándulas para encontrar su mejor yo.
Es ahí donde A identificó hace tiempo que comienza la operación militar de altísimo nivel con la que Spielberg se forró.
“¿O es que no te acuerdas de la película Mari?”, me pregunta mientras le mete un chupetón largo a su daiquiri de fresa. “El ejército veeeenga a mandar soldados y estos veeeeeenga a morirse uno detrás de otro para salvar al Ryan de los huevos”. A esta altura de la charla mi carcajada se eleva sonoramente. Vestidas de camuflaje y sucias por la lucha contra los elementos me imagino a la pandilla de mujeres –película mental en mano- peleando por salvar al soldado J, dejándose la piel, los nervios y el intelecto por entender porqué no responde a las llamadas, porqué se muestra esquivo o se ha enrollado con otras. Porqué, siendo ellas lo que él NECESITA, él sigue dejándose engañar por el camino del vicio, la soltería y la perversión.
“¿Sabes lo peor?”, me dice A mientras chuperretea con regusto la cañita, “Que él no le pide a nadie que le salve, que son ellas las que se montan la peli y se meten en el follón… Y terminan todas fatal. Imagínate. Una con un hijo, otra con los nervios destemplados… Y él, tan feliz”.
Nos reímos un rato de la estupidez femenina, de los hombres por salvar y del barro de los uniformes. Tenemos suerte de conocer el paño y el apodo de advertencia, de saber quién es este Soldado Ryan tóxico y encantador.
Unos segundos más tarde y aunque aún me dura el cosquilleo en la barriga, ya no me hace tanta gracia. Me he dado cuenta de que yo tuve también algún Soldado Ryan a quien querer salvar y que también dejé morir una parte de mí en el intento.
Otra de las A de mi vida, la cinéfila, se une a la carcajada cuando se lo cuento. "Si te lo encuentras un día por Cádiz, siempre puedes tomarle de la mano y, dramáticamente, soltarle lo que dice al final Tom Hanks medio muerto: Haz que haya merecido la pena".
Mi gesto cambia. Lo mire por donde lo mire, no. No la mereció en absoluto.