Javi dice que las relaciones son como el fútbol. Sólo importa, a efectos de sanción, lo que uno hace a conciencia, con todos sus sentidos. Si, por accidente, cosas del destino o la gravedad, uno agarra al contrario, el árbitro no tiene porqué pitar penalti. Otra cosa es que uno se abalance de forma intencionada y, a sabiendas, le ponga la mano encima. ¿Tú crees que lo hizo a posta?, se pregunta, me pregunta. Javi habla muy seguro, suele hacerlo cuando expresa una de sus rumiadas teorías sobre la vida, el mundo y sus habitantes, mientras agarra la taza de té de Mickey que -no sé si se ha dado cuenta- chirría violentamente con esa voz suya salida de alguna oscura caverna. Entonces sonrío porque, a veces, cuando se está nervioso, se necesita llorar o reír y, a veces, cuando se está nervioso, una cosa no está demasiado lejos de la otra.
Hacer un penalti involuntario. Y bueno, supongo que aquí habría que dejar un espacio merecido a la asociación inevitable de ideas:
jaja, un penalti involuntario, pues haberte puesto un condón. Bromas facilonas aparte, en las relaciones, en todas, solemos agarrar en algún momento la camiseta del contrario, impedir su movimiento, rebelarnos. Bromas facilonas aparte, todos, alguna vez, recibimos el empujón -una mano voluntaria o involuntaria- que nos tumba. Varias palabras que unidas se vuelven desagradables. Una voz por encima del tono habitual. Una mirada que nos turba. Una debilidad expuesta sobre el tapete. Una espalda justo en el momento en que tienes la mano tendida. Alguien que, junto a su entrenador o no, se ha sentado a estudiar nuestros movimientos, tiene asimilados nuestros puntos flacos y sabe en qué sitio exacto aplicar la presión para que caigamos sobre el césped. Si el movimiento es consciente o no, la verdad, se me escapa. Y no como mordedora de graminias con puños apretados porque, reconozcámoslo, no siempre es uno la víctima. A veces es uno el que deja escapar la mano, el que se excede, el que golpea. Como diría aquel profesor de Estrategia parafraseando una de las
biblias de la agresividad posmoderna, a veces es uno el que ataca "usando la espada del contrario". Abriendo el cajón de los secretos, abusando de la confianza con la que un día nos dieron la llave.
Romper las reglas, quebrar tan sólo por unos instantes el pacto tácito de las relaciones, supone jugar sucio, haya o no una estrategia premeditada que guíe nuestros actos. Hayamos tenido o no esa reunión táctica en el vestuario. Se nos enseña que tenemos que aprender las instrucciones, se nos enseñan reglas, de cortesía, de simpatía, de empatía. Maneras de disfrazarnos para no parecer demasiado agresivos, demasiado egoístas, demasiado humanos. Llegamos al campo para jugar un partido amistoso, sabemos que quizás compartimos el mismo equipo con el contrario, llegamos con las reglas sabidas y, aún así, por efectos de la gravedad, de la ingravidad o de la ira, agarramos su camiseta para que se caiga al suelo. Deliberada o instintivamente. En un puñado de segundos, a veces apenas dos o tres, en los que nos da un poco igual si frustramos la jugada de nuestro adversario, si le hacemos comer hierba, si le cortamos las alas. Porque, atentos a la semántica, sobre el campo -partido amistoso o no- ya es enemigo, oponente, adversario.
En el fútbol real, no siempre para el bien del juego, un árbitro sentencia las intenciones del que agrede. En la vida, en la que no hay vídeos para revisar jugadas aunque sí comentaristas deportivos en forma de sufridos amigos en mitad de la contienda. Testigos más o menos involuntarios, hartos a veces de ver tragarse el mismo juego. En la vida, en la que no hay vídeos aunque sí imágenes que se repiten como una pauta, está uno y sus circunstancias, uno y su sensibilidad, uno y su rabia o su orgullo. Uno con uno mismo, normalmente a solas y con poco tiempo, para interpretar los hechos. Siempre sesgados, construidos con pruebas de menos.
Ahí es donde entra el instinto, las mochilas llenas de secretos, los miedos, las dependencias. Es ahí cuando uno sabe si es un árbitro duro o blando, si se merece o no el uniforme negro. Es ahí cuando aprendes, dependiendo de tu rol en el campo, que al cometer la infracción, durante esos segundos, no eras tan bueno como pensabas, ni tan humilde, ni tan justo. Es ahí cuando, sobre el suelo y derrotado, decides si será penalti, si será falta o implicará tarjeta. Hay que pensarlo bien porque, con ella se acerca la expulsión y, seamos sinceros, no siempre uno es tan valiente, aunque el otro lo merezca.