Cuando uno estudia teoría lingüística –complicada y abstracta matería casi matemática que a mí, negada confesa a las ciencias, misteriosamente me encanta- aprende muy pronto sobre el finísimo hilo que separa realidad, percepción y lenguaje. Aprende que, como el huevo y la gallina, no sabemos si lo que existe está ahí porque sí o porque tuvimos el capricho de contarlo, de hacerlo verbo, como muy didácticamente comienza la biblia, perdón, La Biblia. También aprende que cada cultura, cada entorno, codifica la realidad de acuerdo con sus necesidades. El tópico ejemplarizante más utilizado tiene que ver con el amplio catálogo que utilizan los esquimales para tipificar el color blanco pero hay un estimulante debate filosófico en torno al tema plagado de fascinates relatos. Hace tiempo, de hecho, leía en la prensa que unos indios norteamericanos, que usaban el mismo término para referirse al mar y al cielo, carecían, por lo tanto, del concepto de horizonte, con todas las increibles fábulas que un día dió de sí.
Últimamente –el reposo quirúrgico tiene estas cosas- me pregunto si no pasará algo similar en torno a los sentimientos, alrededor de la capacidad para percibir, intuir o ponerse en el lugar del otro. Para los paladines de lo empírico uno no conoce la dimensión del dolor de una pérdida, la tensión emocional de una intensa alegría, si no la sufre en carne propia. Sin embargo, varios siglos de estimulación literaria contraponen esta idea.
Uno puede leer como quien se corta las uñas, se rasca la espalda o se frota los ojos. Puede leer con el automatismo de lo prescindible o, puede, al contrario, hacerlo con la fascinación de lo único. En esa elección está la clave. Uno puede leer o no, y también puede dejar que el lenguaje emocional edifique mundos en su urbanizada cabecita. Uno puede tomar prestadas las palabras de otro para hacerlas suyas y sentir el terror de lo desconocido, el deseo de lo prohibido o la vergüenza del ridículo con intensidad y nervios misteriosamente reales. Entonces, como las pruebas de alergia que despiertan reacciones dormidas, se descubre haciendo suyos desconocidos mundos, probando estímulos e imaginándose en ellos. Los libros nos dejan fabular con la palpitación vampírica de un cuello blanco, con el miedo atroz de la víspera de una contienda o la seca desolación ante un suicidio. La literatura, como el red bull, nos da alas y codifica imágenes, momentos, sensaciones que un día –en esa cabeza llenita de pájaros, mundos y teorías- se despiertan en mitad de la vida real como si las noches de lectura nos hubieran dado las herramientas para advertirlas. Entonces, con un mecanismo automático como el que nos permite hacer cuentas, caemos en el gustoso terciopelo de la piel que se despierta, en la explosiva alegría del reencuentro, en el aire limpio de la mañana, en el perfume del pelo de nuestro amante o en los ademanes delicados de esa amiga lánguida que, si la miras bien, en la Rusia del XIX, sería toda una dama.
En este mundo de posmodernas moralinas da cierto pudor expresar determinadas cosas. Como que la gente que no lee suele resultar, salvo excepciones, bastante menos interesante. Confesa admiradora de todo friki, triki o similar capaz de aderezar su vida con los brebajes de la imaginación, últimamente creo que en el germen de mi supino aburrimiento frente a los alérgicos al libro no están las presunciones cultistas que me suponen los todovale bienpensantes, sino la realidad empírica de que el mundo -cocido con sal y agua- resulta mucho menos interesante que cocinado a fuego lento a base de imágenes, sensaciones, leyendas y metáforas.
La foto, de aquí
5 comentarios:
Y bueno: ¿Se va Usted encontrando mejor?
merece la pena esperar más de dos semanas si lo que te encuentras es esto. texto. texto grande, como tú. gran cabeza. mejor boca. cómo presumo de ti!!! techodemenos
Chiquilla, el miniensayo me ha dejado boquiabierto.
Supongo, que el pie lo tendrás mejor,pero lo seguro es, que la cabeza la tienes de maravilla.
Saludos
gracias, gracias, gracias. Besazos niña.
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