La niña que no dormía la noche antes del
examen se ha levantado muy temprano. Se ha calzado unas zapatillas de deporte y
ha salido a correr 20 minutos. A la vuelta, ha encendido la cafetera antes de
meter el pie, sudado, en la ducha de agua tibia. Al salir del baño, ha retirado
las gotas de la mampara y colgado ordenadamente las toallas. Se ha vestido con
la ropa elegida el día anterior. Un pantalón gris de raya diplomática, una
camisa azul que abrocha, ya con prisas, hasta el último botón. La niña que
lloraba de rabia cuando perdía la carrera en la clase de gimnasia se ha pintado
cuidadosamente la línea del ojo y se ha repasado con máscara negra las
pestañas. Después de apagar todas las luces y echar una sola vuelta de llaves,
ha tomado el ascensor y salido a la calle, enfilando el paso hacia la estación
de metro más cercana. Tres paradas después, ha podido sentarse en el primer
asiento libre. Allí, ha aprovechado para repasar el informe con el que se quedó
dormida el día anterior. La niña a la que se le retorcían las tripas cuando la apartaban
de los juegos de chicos ha cruzado luego la cuadrícula de calles hasta la
importante firma de comercio exterior donde trabaja y tomado el ascensor
después de dar, amablemente, los buenos días.
Antes de las diez de la mañana, la
adolescente que lloró de orgullo junto a sus notas de Secundaria, ya ha
contestado a varios emails y solucionado un cúmulo de incidencias. Ha revisado
el funcionamiento de los equipos en el exterior y comprobado que el protocolo marcha
adecuadamente. Conforme pasan los minutos, la adolescente que llevó a su abuela
la hoja de admisión de la universidad de sus sueños, salta de tema en tema con
el corazón latiéndole muy rápido. Siempre le ocurre cuando comprueba que el
trabajo está bien hecho. Mientras el resto de compañeros sale a comer y se
despide compartiendo planes de fin de semana, la adolescente que se perdió las
fiestas de facultad por no arriesgar la beca, se ha quedado frente a la
pantalla y ha repasado el estado de la base de datos. No tiene hambre, de
hecho, no comerá, y nadie, ni siquiera ella, se dará cuenta. Nadie suele observarla
demasiado desde que hace más de siete años entrara, de la mano de su expediente
inmaculado, en esta importante empresa.
Ya entrada la tarde, la mujer que muchos
viernes cierra a solas la oficina, que contesta al correo los domingos y toma
sus vacaciones de acuerdo a los ritmos de ventas; pega un respingo cuando el
presidente sale del ascensor corporativo y, sorprendido de encontrarla en la
oficina, se le acerca. Se sabe insegura para organizar su discurso y, antes de
abrir la boca, la mujer que guarda su primera tarjeta de visita en su caja de
tesoros, siente que la glotis le aprieta. Quiere preguntarle su visión sobre la
memoria corporativa que le entregó la semana anterior, sobre el vuelco que ha
dado en su departamento. Ahora que la soledad les permite estar tan cerca, tan
cerca de alguien -por edad, por cargo, por naturaleza- tan difícilmente
accesible, quiere trasmitirle mil ideas.
La mujer que renunció a aquel chico porque
a sus carreras las separaba un océano, quiere preguntarle si cumple sus
expectativas, si la encuentra capacitada para aspirar más responsabilidad en la
empresa. Con todas esas dudas agolpándosele al otro lado de la frente, la mujer
que aún no puede dormir cuando al día siguiente hay reunión ejecutiva o se ha
torcido el balance de ventas; se queda callada mirando al presidente. Absorta.
Es entonces cuando el hombre, que se ha quitado la corbata y desabrochado el
último botón de la camisa, se le acerca para tocarle el hombro con una sonrisa
indulgente.
-Rosita, hija mía, ¿qué haces a esta hora
en la oficina? ¿Así cómo vamos a encontrarte novio?