Al final, siempre hay una mañana de noviembre en la que me digo que es injusto y paro de lloriquear. Está a punto de llegar diciembre, hace mucho frío y me levanto con los ojos con medio centímetro de más. Heredé eso -los ojos inútiles para el disimulo- la forma de almendra y las pestañas. También las ganas de seguir. De tomarme una copa de vino cuando las venas se vuelven pequeñas y el tener una casa llena donde los rincones cuentan historias. Heredé el vicio por las caricias. El decir te quiero a tiempo y a destiempo. El reírme con risa tonta. El querer sobrevivir.
Vivir. Sentir. Al final, el mes de noviembre siempre acaba con una mañana en la que me sorbo los mocos y me digo que soy injusta. Que tengo todo por lo que luchó ella. Una vida grande que sólo tiene los límites que yo le pongo. Una vida con algún golpe para que lo esquive, para que no me duerma.
Una vida a veces cálida y otras más fría. Mi vida. La vida que tengo y que es sólo mía.
Como decía alguien hace mucho, qué gran poeta Manzanita...