En la vida de todo hijo de vecino siempre hay un bobo con ínfulas que, inmerecidamente, consigue agitar tu universo. Y uno se siente como un personaje de Ionesco, cantando y sin pelo. En mitad de la pista, con leggins y una felpa en la cabeza. Absorto, medio tonto, con más cara de lerdo que el lerdo en cuestión. Pensando que la vida es trágicamente absurda y que, para lo que se ve por ahí y gracias a dios, la tuya todavía roza lo tragicómico. Un género agridulce, bufón, en el que al menos - par de cañas por delante- y aún amargamente, llegará un día en el que te troncharás de risa porque siempre tuviste debilidad por los ridículos.
Porque por muchas ínfulas, por muchas tragedias absurdas, por muy pocas ínsulas de gente cabal que queden, sabes que nadie te podrá quitar la satisfacción elegante de reírte un poco de ello, de ellos. De levantar la cabeza con los ojos llenos de lágrimas y, en medio de la carcajada espasmódica, ponerte la felpa, unirte al absurdo y salir a bailar. No me digas que no…
Lori Meyers