Está metida en ese rincón del
armario junto a la horquilla oxidada y el puñado de pelusas. La imaginamos más
fresca, con el vestido blanco o rosa, mejor peinada, por supuesto. La
imaginamos con la cara lozana y fresca. Virginal, feliz, buena, bella,
perfecta. Lleva los encajes de ese tiempo en el que nos gustaban los encajes.
Los zapatitos blancos de niña buena. La sentimos dentro del corazón de nuestro
armario y gustamos de acariciarla y alimentar su mundo. Es fácil. Sólo hay que
encender la tele, enchufar una peli. Sólo hay que sentarse a recibir caricias
de color rosa y olor a fresa. Películas de arrebatados finales felices,
canciones de corazones rotos que resucitan por mor del amor eterno, leyendas
sobre otras criaturas adorables que, desde la torre de su castillo, esperan el
dorado final feliz en forma de príncipe inmaculado y valiente. Nosotras no nos
damos cuenta, porque hace demasiado tiempo que está ahí, pero nuestro corazón
late al compás de sus palmitas. Al ritmo que marcan sus expectativas cumplidas,
los encuadres donde todo tiene su correspondiente color pastel y dónde en cada
borde se pueden leer palabras de amor, de amor verdadero, of course. El amor de
la única manera en la que ella lo entiende.
Todas –permítanme la injusta
generalización- tenemos una princesa dentro del armario. Una criatura más o
menos acicalada que tamiza y a veces machaca nuestros pasos por el mundo. Alimentada
por esta industria cultural de mujeres elegantemente atadas por invisibles hilos de oro
y plata –un material muy propio de la indumentaria monárquica-, nuestra
princesa puede nacer en nuestra mismísima cuna. Puede echar a andar en ese
momento en el que se despliegan los mecanismos inconscientes del enamoramiento
materno -que luego pasa a ser paterno y si cabe más princesil- para sellar para
siempre su vinculación con ese universo patriarcal que ya está
tan dentro nuestro que ni lo vemos.
Las princesitas de nuestro armario pueden
tener mucha o poca suerte. Pueden entroncar con una aristocracia similar que
las llene de halagos y ser felices para siempre jamás o pueden dar en hueso.
Véanse esos casos en los que una princesa ve la luz en un entorno hostil en el
que nadie reconoce –ni celebra- las peculiaridades de su especie. Véanse esos
casos que son la mayoría. Casos en los que las princesas del closet sufren
secreta y más o menos calladamente hasta limitar su actuación a ciertos momentos
clave, ciertas situaciones límite, en las que reclaman su posición de divas, el brillo de sus encajes, el amor de la única manera en la que ellas
lo entienden.
Nuestra princesa heredada vive en el fondo de nuestro armario y, como la mayoría no sabemos que existe,
no nos paramos a mirarla. No sabemos que es ella la que inspira muchos de
nuestros desaires, ese catálogo de frustraciones de sentirnos no suficientemente
cuidadas, queridas o celebradas; de necesitar un príncipe que nos halague
y nos haga mimos, que nos regale joyas y nos lleve de paseo. “Pero vamos a
ver, ¿no eres tú la que quiere ir al baile de máscaras? Pues saca las entradas
y ya me dices a qué hora quedamos”. La princesa mira al plebeyo con el que tú
compartes la vida con los ojos llenos de lágrimas. Los taconcitos blancos
golpeando el suelo, llenos de rabia. Se pregunta dónde está la calesa, dónde
está el brazalete de magnolias, en qué lugar quedó ese príncipe que le prometieron llegaría y que no se parece en nada a este individuo imperfecto y algo
perdido que tú frecuentas. “Te mereces algo mejor”, susurra entonces la
criatura sumiéndote en una confusión extraña en la que todo tu mundo, tus
referencias, se dan la vuelta. La princesita saca la artillería, el catálogo de
triunfos ajenos que, como estampitas, ha atesorado durante años. “Mira a
Lady tal, mira a Lady cual, son taaaan felices”.
Todavía preguntándote si
sacarás por internet o en taquilla las entradas para el baile antes de que se
acaben las buenas y muy pero que muy confusa, te paras en seco. ¿Lady qué? Observas las estampitas amarillentas y gastadas por los bordes, la vida de esas mujeres
metidas en burbujas -las señoras de, la asustadas, las niñas eternas, las
felices casadas, las madres abnegadas, las workaholics solitarias en busca del
galán perfecto- y sabes que tienes un poco de todas pero también un poco de
otra cosa. De esa otra cosa que te hacía jugar con princesas pero también grabar
en el casette imaginarios programas de radio, inventar canciones y escribir
historias de naúfragos. Te das la vuelta y la miras de frente. Sus cabellos desmadejados
por el tiempo, su vestido gastado, las ojeras moraditas debajo de los ojos y
los bracitos enclenques. Sabes que, como a ti, a tu princesa también le ha dado
algún golpe la vida. Y te das cuenta de que lo ha llevado bastante peor que tú. Tiene los ojos
vidriosos y el vestido sucio, esa pátina triste de vivir en un mundo antiguo,
en el que las estructuras hacen mucho tiempo que no valen. Aferrada a esa tóxica forma de amor que es la única que ella entiende.
Tienes la tentación
de hacerle cosas malas, de librarte para siempre de ella y sus caprichos.
Esa noche no puedes dormir. Las
dudas te asaltan. La opción de cargártela es una especie de eutanasia parcial y,
bueno, ahora que la has visto de cerca sabes que no tiene tanto poder, que no
es tan fuerte. Al día siguiente te tomas un té con ella y le planteas un pacto: "Te dejo
ver alguna peli moña, pasar horas en L´Occitante y controlar mi Pinterest pero
porfa, no me machaques tanto”. Ella deja caer los ojos, nunca dirá que sí
porque las princesas nunca ceden, son orgullosas y desdeñosas por naturaleza. Inmutable
en tu postura, vuelves a mirarla con cierta lástima y te das cuenta que le
tienes cariño. Alargas la mano para retirarle alguna pelusa que le asoma por el pelo. Aunque sepas que volverá a escaparse del armario, que
habrá veces que no podrá controlarse y te martilleará en la cabeza con su desgastada corona, le tienes aprecio. Ella no sabe lo bien que una se siente cuando usa su VISA y sus patitas para ir al baile, cuando se escapa del castillo, decide su destino y no necesita estar divina para agradar a nadie. Antes de irse, lánguidamente, te toma con
su manita blanca y helada para entonar su dramático adiós: “De acuerdo, pero no todo mi reino ha sido malo”.
La ves alejarse con su vestidito
roidito y su tristeza y sonríes sin que ella te vea. Tiene razón, no todo su
reino ha sido malo y hay hasta algún consejo del que no piensas
desprenderte. Uno: jamás te fiarás de ninguna vieja que te ofrezca una manzana, de hecho, no te fiarás de nadie que gratuitamente te ofrezca una manzana.
Dos: procurarás frecuentar príncipes o plebeyos que, aunque destronados, abdicados y confusos, sean capaces de tener algún detallito.
Por que si no, How do you know he loves you? :b